12. Mariposas de obsidiana

663 13 0
                                    

Los dos grupos enfrentados cerraron filas. Los caballeros Gato, liderados por el muchacho más delgado, comenzaron lo que parecía una danza que imitaba los finos movimientos de un felino: el grupo se desplazaba como un único animal, avanzando de la misma forma que un gato hacia su presa. Se adelantaban con un paso unánime, la cabeza y las armas hacia adelante, los escudos a un lado, los ojos atentos y tensos como la cuerda de un arco. Extendían primero una pierna, obteniendo un equilibrio tan perfecto sobre la otra que se dirían exentos de peso alguno. Los tambores acompañaban el paso de los luchadores. Conforme avanzaban lentamente los caballeros Gato, en la misma proporción retrocedían los caballeros Halcón. Estos últimos, tal vez contagiados de las vacilaciones de su jefe, parecían replegarse en posición contraria a sus oponentes: tenían el escudo por delante del cuerpo y las armas hacia atrás. Ambos bandos, sin embargo, se movían al mismo ritmo: los caballeros Halcón agitaban suavemente sus brazos flexionados por debajo de la capa, imitando el movimiento de las alas de un ave. Quetza intuía que estas acciones tendían a distraer la atención del otro grupo. Y a medida que los halcones retro- cedían, los gatos avanzaban cada vez más confiados hasta que, al fin, dieron el salto lanzándose contra los halcones acorralados contra la ladera de la pirámide. Entonces se produjo algo que cortó el aliento del público: como si realmente los dioses les hubiesen otorgado la virtud de los pájaros, los caballeros Halcón volaron por encima de los gatos. Fue un movimiento veloz y largamente estudiado; luego de una rápida y corta carrera se frenaron contra el piso con la punta de las lanzas y así, sujetos al mango, se elevaron hasta volar, literalmente, por sobre las asombradas cabezas de los oponentes. Aterrizaron de pie, formando un círculo en torno de los felinos, de pronto desorientados y cubriéndose con los escudos. Entonces los caballeros Halcón, ahora a la ofensiva, descargaron una lluvia de golpes de lanza, patadas y puñetazos sobre el lomo erizado de los hombres gato. Quetza notó que no se trataba, sin embargo, de una andanada caótica, sino que era una embestida bien calculada. Uno de los caballeros Gato quedó tendido en el piso y fue retirado por dos sacerdotes.
Los grupos volvieron a formar como al principio. La baja producida al pequeño ejército se hacía notar. El jefe de los gatos miró a su oponente con odio y, sin decir palabra, le juró venganza. Entonces dio un grito de furia y de pronto se lanzó a la carga a toda carrera blandiendo la espada. Sus huestes corrieron tras él. Fue todo tan imprevisto, que la reacción de los halcones resultó caótica: algunos intentaron el ardid anterior, saltando con sus cañas pero, ya prevenidos, los felinos los esperaron caer ensartándolos con sus lanzas. En las gradas se hizo un silencio absoluto. Los chicos no podían disimular un gesto de pavor al ver la sangre brotando a chorros de las heridas, corriendo como un río sobre el campo de lucha. Un sacerdote detuvo el combate. Tres caballeros Halcón quedaron tendidos en el piso y, como el joven gato, fueron retirados. Quetza buscó el rostro de Eheca y, por primera vez, pudo percibir el miedo. Sus miradas volvieron a cruzarse pero, esta vez, Quetza fue quien le dedicó una mirada desafiante. Realmente no estaba asustado. No era miedo, sino otro sentimiento: le parecía todo tan salvaje, tan brutal e injustificado, que su espíritu se llenó de una indignación tal, que experimentó un odio infinito. Era una conmoción contradictoria: pero de qué otra forma puede alguien rebelarse ante la injusticia sin sentir el acicate del odio. Quetza, tal como le enseñara su padre, se llamó a la calma recordando que si se estaba realmente en contra de los sacrificios, por esa misma razón, no podía desearse ni siquiera la muerte del verdugo. Y también su padre le había enseñado que los peores sentimientos, los peores pensamientos son hijos del miedo, que si conseguía derrotar el temor, po- dría pensar con claridad. Entonces Quetza comprendió que aquella ceremonia tenía por propósito llenarlos de miedo, sojuzgarlos por el temor al dolor y a la muerte. "El ser humano y la muerte nunca llegan a conocerse. Nadie asiste a su propio funeral", solía decir Tepec. Desde que era un niño le repetía el viejo proverbio tolteca: Oye bien, mi chiquito, mi quetzal, no temas de la muerte porque ella nunca nos toca: mientras tenemos la vida, la muerte nos es ajena. Y cuando ella llega, ya no estamos ahí para recibirla. Y así, recordando las enseñanzas de su padre, Quetza se despojó de aquel odio que lo horadaba. Jamás iba a olvidar a aquellos chicos tendidos en el campo entre convulsiones, regando la tierra con su sangre; pero no iba a agregar sentimientos de muerte sobre la muerte.
El combate se restableció hasta que sólo quedaron ambos jefes. Estaban extenuados. La sangre se mezclaba en sus rostros con el sudor, formando un líquido rosado que caía desde las máscaras, evidenciando que el gesto de entereza de los disfraces no era más que una apariencia. Solos, frente a frente, blandiendo sus espadas y sosteniendo los escudos, ejecutaban los pasos de la danza final. Como al principio, el gato se lanzó sobre el halcón dando un zarpazo de espada. El hombre ave detuvo la estocada con su escudo, saltó, giró varias veces sobre su eje y acertó una patada con el empeine en pleno rostro del hombre gato. Viendo que el felino caía al piso, el pájaro descargó la hoja de obsidiana con el propósito de cortarle el cuello. Pero, igual que los gatos, aquél se arqueó, se impulsó y se aferró, como si en realidad tuviese garras, al cuerpo del caballero Halcón. Luego, afirmándose con sus pies a los hombros del pájaro, el gato saltó hacia arriba, muy alto y, al caer, le pegó con el codo en medio del pecho, aprovechando el enorme impulso. Ahora era el caballero Halcón el que estaba en el piso. El gato insinuó un sablazo en el vientre del ave, pero cuando éste se cubrió el abdomen con el escudo, redirigió el curso de la espada hacia el arma de su oponente. El golpe de la piedra con la piedra fue tan duro que la espada del halcón se soltó de la mano de su dueño, salió despedida en forma vertical y, después de dar varias vueltas en el aire, cayó en la mano del enemigo. Ahora el caballero Gato tenía ambas espadas y, bajo su pie, inerme, derrotado, yacía el caballero Halcón. La lucha estaba terminada. Así lo decidió el sacerdote. Entonces le recordó que en las manos del vencedor estaba el destino del perdedor. El hombre gato se quitó la máscara para que nadie olvidara su rostro y, agitando ambos brazos, celebró la victoria. Miró hacia lo alto de la pirámide bicéfala, se llenó los pulmones, gritó el nombre del Dios de la Guerra y, en un movimiento exacto, clavó ambas espadas en el vientre de quien, hasta hacía poco, era su compañero de es- tudios.
El combate final se había cobrado cinco heridos y tres muertos. El corazón de los muertos fue ofrendado a Hutzi-lopotchtli.
El viento del anochecer, como un lamento, se cortó en el filo de las espadas verticales que surgían Jel cuerpo, despojado del corazón, que yacía al pie de la pirámide.
Ahora los chicos sabían, por fin, en qué consistía el combate.

El Conquistador - Federico AndahaziDonde viven las historias. Descúbrelo ahora