10. El templo universal

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En su viaje a Ciudad Real, Quetza y sus huestes, a las cuales se había sumado Keiko, eran conducidos por una comitiva diplomática que el cacique blanco había puesto a su disposición. Los mexicas, acostumbrados a recorrer enormes distancias a pie, a subir y bajar montañas, a cargar armas y pertrechos sin más auxilio que el de sus propios cuerpos, se veían encantados mientras viajaban cómodamente sentados, protegidos del viento y la lluvia dentro del carruaje. Las distancias se hacían más breves y las agotadoras jornadas de marcha se convertían en un amable paseo. Quetza podía imaginar la nueva ciudad de Tenochtitlan surcada por caminos construidos para la circulación de carros y caballos. Mecido por el grato vaivén del carruaje y el sonido acompasado de los cascos de los caballos, se ensoñaba pensando cómo habría de ser el Imperio Mexica luego de la conquista del Nuevo Mundo: unida a las distintas ciudades tributarias por rutas terrestres y marítimas, Tenochtitlan sería la colosal capital de todos los dominios a uno y otro lado del océano. Y mientras miraba el paisaje de la campiña por los ventanucos del carruaje, imaginaba esos mismos campos adornados con pirámides erigidas en honor a Quetzalcóatl. Huelva, la primera ciudad a la que arribó y a la que habría de bautizar como Tochtlan, sería la cabecera del puente náutico que uniría ambos mundos. El puerto debería ser ampliado y remozado para recibir a los numerosos contingentes llegados de la capital. Quetza también había notado que los mercados de España eran demasiado pequeños en comparación con el de Tenochtitlan y no podrían contener la avalancha de mercancías que provocaría la anexión del nuevo continente. De modo que, se dijo, sería necesario construir un mercado acorde con las nuevas dimensiones del mundo: debía ser más grande que cualquier otro, dado que, bajo el nuevo orden, allí habrían de converger mercaderías provenientes de todos los puntos de la Tierra, cuya superficie se vería multiplicada. Para que el extenso Imperio Mexi-ca fuese realmente g rande, poderoso y duradero debía, ante todo, ser magnánimo con los nuevos subditos: el puerto no podía ser concebido como un mero punto de evacuación de las riquezas en un solo sentido, sino como el factor de intercambio entre el Nuevo y el Viejo Mundo. Por eso era necesaria la construcción de un mercado. Por otra parte, el descubrimiento de las nuevas tierras implicaba una mirada inédita sobre la propia estructura del Imperio: Tenochtitlan y Tlatelolco, protegidas por el lago y las montañas, seguirían siendo el infranqueable centro político. Pero resultaba imperiosa la construcción inmediata de otra ciudad sobre la costa, un centro portuario y militar fortificado que permitiese una ágil salida hacia el Nuevo Mundo y que, a la vez, estuviese protegida de eventuales ataques en el marco de la guerra que se avecinaba.
Y así, entre ensoñaciones y planes de conquista, iba Quetza recorriendo los caminos del mundo que acababa de descubrir. Quetza y su comitiva llegaron a Sevilla poco después del mediodía. Lo primero que llamó la atención del joven jefe mexica fueron las enormes murallas que defendían la ciudad. A diferencia de las grandes ciudades del valle, como Tenoch-titlan, Tlatelolco y la antiquísima Teotihuacan, que eran abiertas, surcadas por grandes calzadas, enormes plazas verdes, jardines y anchos canales, las ciudades de las nuevas tierras eran bastiones cerrados por fortificaciones, murallas y fosos. Quetza dedujo que esos muros no habían sido hechos de una sola vez, ya que no era una construcción uniforme, sino una suerte de sumatoria de diferentes épocas y estilos. Había tramos muy viejos, hechos con troncos afilados en las puntas, unidos entre sí por barro. Otras partes eran más altas, sólidas y estaban reforzadas por torreones que servían como puntos de vigilancia. Y los segmentos que parecían más recientes guardaban el estilo propio de los moros que tanto había visto Quetza en Huelva. Estas últimas murallas eraj mucho más gruesas, macizas y elevadas que las demás. La ciudad quedaba protegida entre los muros y un río serpenteante y caudaloso; para entrar o salir había que hacerlo a través de postigos y portones que sólo se abrían en horarios precisos. Más adelante, Quetza escribiría: "Las ciudades del Nuevo Mundo están rodeadas de murallas para evitar ser tomadas por asalto. Es éste un verdadero problema para cualquier ejército. Sin embargo, nuestras tropas supieron imponerse a obstáculos mucho mayores como montañas, volcanes y lagos helados. Pero lo que deberá comprender el tlatoani cuando lidere esta campaña es que un pueblo no se conquista sólo derribando muros y tomando ciudades. No es fácil trasponer murallas, pero más difícil es penetrar en los corazones de quienes viven tras ellas. Y en este punto debe radi- car el plan de conquista. Arduo es asaltar una ciudad, pero mucho más lo es aún ganar la voluntad de sus pobladores. Y esto es lo que no han podido hacer los moros en tantos siglos de ocupación. Estas tierras están arrasadas por las guerras constantes, las divisiones, las matanzas, las persecuciones y los sacrificios. Nuestros ejércitos deberían traer la paz y no más lucha y destrucción. Será en el pacífico nombre de Quetzalcóatl como se conquiste el corazón de estos salvajes y no en el del Huitzilopotchtli, Señor de la Guerra y el Sacrificio, que ya mucho tienen de esto último".
No bien traspusieron la fortificación, Quetza pudo confirmar su certeza. El primer calpulli al que entraron era uno llamado Santa Cruz. Era un barrio que mostraba vestigios de su antiguo esplendor; sin embargo, en esa sazón no era sino una pálida sombra de lo que, según se percibía, había llegado a ser. Las calles estaban desiertas y las casas, deshabitadas, habían sido evidentemente saqueadas. Una brisa fantasmal era lo único que la animaba, agitando las puertas y los postigos que ya nada tenían que proteger. Palacetes o humildes casas familiares estaban ahora igualados en un sórdido abandono. Solares que hasta hacía poco eran jardines floridos, habían quedado reducidos a tristes baldíos. Quetza pudo saber que ese calpulli hecho de calles estrechas y tortuosas, otrora próspero y esplendoroso, era el barrio que ocupaban antes los fieles de Jehová, los llamados judíos. Pero cuando los tlatoanis Católicos decidieron la expulsión de quienes habían desconocido al Cristo Rey, se produjo una sangrienta persecución en su contra. Así, los judíos que no marcharon al destierro fueron ofrendados al Dios de los Sacrificios. Esta ceremonia en la que se quemaban vivas a las víctimas, llamada Inquisición, y que los mexicas pudieron conocer no bien pisaron tierra, se cobró la vida de más de seis mil hombres y mujeres sólo en Sevilla, y otras veinte mil personas sufrieron distintas vejaciones, tormentos y cárcel. Pero además, todos sus bienes fueron saqueados por los sacerdotes para acrecentar las arcas de los templos del Cristo Rey. Las calles desiertas y las casas vacías que recorrían Quetza y su comitiva eran el mudo testimonio de la masacre reciente.
En contraste con este calpulli, el que circundaba al palacio se veía majestuoso. Sin embargo, toda la estructura de la ciudad tenía para Quetza una escala reducida en comparación con las calles y las construcciones de Tenochtitlan. Dominaba el paisaje una torre alta que presentaba doce aristas y se distinguía de '. is demás torreones de la muralla, no sólo por su estatura, sino por su resplandor dorado. Era la llamada Torre de Oro, aunque de inmediato percibió Quetza que aquel nombre no obedecía al material sino a la apariencia, ya que, en rigor, estaba revestida con unas cerámicas que imitaban al oro. Las construcciones mexicas, en cambio, brillaban con auténtico oro. Si aquellos nativos supieran de la generosidad aurífera de sus montañas, se dijo Quetza, no dudarían en lanzarse a nado al océano.
De pronto, frente sus ojos, Quetza pudo ver una construcción tan enorme en su proporción, como compleja en su edificación. Era el equivalente al Santuario Mayor de Tenochtitlan, la obra más grande de España toda, erigida en honor al Cristo Rey. Jamás había visto Quetza semejante profusión de ídolos decorando las paredes externas. Una cantidad de cúpulas angostas como agujas se elevaban hacia el cielo como si quisieran rasgar las nubes. Supo Quetza que aquel templo se había levantado sobre las ruinas del santuario de los musulmanes. Hasta tal punto llegaba el orgullo de los llamados cristianos que llegaron a derribar templos para construir los suyos encima de los despojos. Y todo para adorar al mismo Dios. Como muestra de aquella jactancia irracional, uno de los diplomáticos que conducía a la delegación mexica reprodujo a Quetza la frase que pronunció uno de los sacerdotes antes de decretar la construcción de la iglesia: "Hagamos un templo tal e tan grande, que los que le vieren acabado, nos tengan por locos". Y ésa fue, exactamente, la impresión que tuvo Quetza, aunque no por las dimensiones del templo, que de hecho era mucho menor que el de Huey Teocalli, sino por el afán de destrucción que dominaba el espíritu de aquellos salvajes. Quetza se preguntaba qué no serían capaces de hacer esos nativos si entraran en Tenochtitlan; la respuesta se imponía ante la evidencia: no dejarían piedra sobre piedra.

El Conquistador - Federico AndahaziDonde viven las historias. Descúbrelo ahora