2. El panteon de los salvajes

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Algunos vestidos de hombre y otros de mujer, ese puñado de soldados que constituía la pequeña vanguardia de las huestes de Quetzalcóatl aprovechó que todo el mundo estaba en la plaza para poder entrar en el templo. "El teocalli de estos nativos es mucho, más pequeño que nuestras pirámides. Al pie del templo hay una torre que está formada por dos cuerpos cúbicos, rematados en una extremidad piramidal, semejando una miniatura de nuestro Huey Teocalli. Estas gentes veneran a muchos ídolos y, a juzgar por la enorme cantidad de imágenes diseminadas por todas partes, adoran a numerosos dioses. El más importante de ellos, el Cristo Rey, que parece ser el Dios de los Sacrificios y que está por todas partes, dentro y fuera del templo, es el que ocupa el lugar principal del teocalli. Luego, también con mucha profusión, se ve la imagen de la Diosa de la Fertilidad, representada como una mujer que lleva un niño en brazos; asimismo, puede vérsela rodeada de animales en señal de abundancia." Eso apuntaría Quetza más adelante en sus crónicas. Y a medida que iban avanzando por el centro del templo veían, a uno y otro lado, la sucesión de retablos colmados de imágenes, pinturas y tallas. "El número de Dioses e ídolos de estos nativos es verdaderamente incontable", escribiría. Conforme descubría sobre las paredes la imagen de un santo, una escena celestial o, al contrario, la representación del infierno, creía ver en ellos distintas divinidades. Pronto se formó Quetza una idea de cómo estaba constituido el Panteón de los aborígenes: el Cristo Rey y la Diosa de la Fecundidad ocupaban el lugar más encumbrado de esa creencia; luego venían unos personajes alados que surcaban los cielos y, detrás, los semidioses, cuyo origen terrestre parecía indudable de acuerdo a las representaciones. Luego aprendería Quetza que a estos seres alados les decían "ángeles" y a los semidioses "santos". Y, desde luego, no faltaban los Dioses del Mal. El más importante, según podía adivinarse, era aquel que gobernaba sobre los demonios de las profundidades, el que martirizaba a quienes caían en sus dominios. Fácilmente podía Quetza establecer las analogías con su propia religión.
Luego de esa rápida recorrida por el templo, decidieron que era tiempo de salir, antes de que terminara la ceremonia de los sacrificios y la gente se dispersara.
La anónima comitiva mexica se escabulló velozmente para perderse por las calles de esa ciudad que, en lengua de los nativos, se llamaba Huelva y a la que Quetza bautizó Toch-tlan. "Se trata de una ciudad pequeña, que no ha de alcanzar la vigésima parte de Tenochtitlan. Las plazas y calles son completamente secas: no se ven plantas ni agua, no hay chinampas dentro de la ciudad y no he visto un solo canal que la atraviese." Dado que Huelva era una ciudad portuaria, no era extraño ver extranjeros por sus calles y tabernas. Por allí, hacía mucho tiempo, habían ingresado varias y diversas civilizaciones que, sucesivamente, conquistaron la ciudad. Pero era por completo inédita la presencia de hombres con aquellos rasgos tan diferentes de los de la multitud de etnias que solían desembarcar en aquellas playas. Por eso Maoni les insistía a los hombres que no dejaran que nadie viera sus rostros, que se mantuviesen siempre ocultos si no querían terminar en la hoguera.
La primera impresión que se formó Quetza de los nativos estaba signada por el contraste con su propia gente. "La mayoría de los aborígenes presenta una piel de color tan pálido, que se diría que estuviesen gravemente enfermos", anotó. Sin embargo, desde el primer día, percibió el numeroso . componente moro que habitaba la región. "Aunque también se ven hombres y mujeres de rasgos muy diferentes que visten distinto, hablan de otro modo y sus costumbres difieren de las de los primeros. Estas gentes son verdaderamente bellas, su piel es más oscura y su mirada suele ser franca y penetrante", apuntaría el adelantado mexica. Pero lo que más llamó la atención de Quetza eran los atavíos que usaban. "Hay un elemento realmente sorprendente en la forma de vestir de esos aborígenes: a pesar de que en este momento del año hace un calor agobiante, todos andan cubiertos de pies a cabeza. Nadie exhibe una sola parte de su cuerpo. Y no sólo las partes pudendas; las mujeres andan con los pechos tapados, se cubren las piernas y hasta los brazos. Las hay, incluso, que llevan una túnica que les oculta desde el rostro hasta la punta de los pies. Los trajes de los hombres tienen muchas y muy complejas piezas. En general estos nativos huelen muy mal y no tienen la costumbre del baño diario; de hecho, me atrevería a afirmar que algunos no se han bañado jamás. De modo que, si se suma la falta de higiene al exceso de ropa y la abundancia de secreción, el resultante es un hedor que invade cada rincón de la ciudad", escribiría Quetza. La escasa disposición de los nativos hacia el aseo se hacía palpable, también, en las calles: "A diferencia de Tenochtitlan, que está provista de acueductos que traen el agua limpia y devuelven las aguas servidas, aquí el agua es muy escasa, se acarrea en cubos y las aguas de desperdicio son arrojadas por las ventanas junto con los excrementos". Otra cosa que llamaría la atención de Quetza y sus hombres, era el excesivo tono de la voz que empleaban los nativos para comunicarse. En su patria era regla de educación dirigirse al prójimo con respeto, reverencia y delicadeza. Jamás podía mirarse a los ojos a los mayores, a los funcionarios o a cualquiera de jerarquía superior. Y, en todos los casos, luego de cada frase, se dedicaba una reverencia. "Aquí todo el mundo grita. No alcanzo a comprender la razón. Las mujeres se reúnen en las puertas de las casas y hablan entre ellas emitiendo sonidos que, más que palabras, parecieran graznidos de alotW
Quetza, a cada paso, tomaba conciencia de la importancia crucial que tenía su descubrimiento. Su propósito no era sólo develar los secretos del Nuevo Mundo, sino trazar los planes para su conquista. De modo que tenía que ver cuáles eran los recursos militares con los que contaban los nativos.
Durante aquella primera jornada en las nuevas tierras, Quetza y su tropa habían hecho varios descubrimientos. De vuelta en el barco, que dejaron amarrado en una ría recóndita y deshabitada, lejos de los ojos de cualquier aborigen, Quetza y sus segundo, Maoni, trazaron mapas; luego hicieron un recuento de los acontecimientos más importantes que atestiguaron y sacaron las primeras conclusiones. Sin dudas, el recurso militar más significativo con el que contaban los nativos era el caballo; las ventajas que les otorgaba el uso del caballo eran inmensas: velocidad para transportarse de un punto a otro, mayor altura y, en consecuencia, mayor distancia con el soldado enemigo durante el combate; no sólo les daba capacidad para llevar un jinete, sino también un carri^ con varios hombres; asimismo, les permitía desplazar víveres y toda clase de carga. Y, tan inédito como el caballo, era el carro o, más precisamente, las ruedas que lo movían. En los dominios de Tenochtitlan y en los pueblos vecinos, el transporte de mercancías y, de hecho, de todo tipo de productos, lo hacían los tamemes, hombres cuyo oficio era el de acarrear cargas sobre sus espaldas. Del mismo modo, el arado de los campos se hacía con el esfuerzo humano; en cambio, en las nuevas tierras, eran todas tareas delegadas a las bestias. Quet-za no dejaba de admirarse y, a la vez, reprocharse su incapacidad por no haber imaginado algo tan básico, pero tan esencial, como la rueda. Se dijo que había estado tan cerca de alcanzar aquel concepto y que, quizá por esa misma razón, no había podido vislumbrarlo. Su calendario, el más perfecto que hombre alguno hubiera podido ingeniar, era ... ¡una rueda! Si se lo despojaba de los símbolos interiores, de todos los cálculos que contenía y se lo consideraba sólo en su forma y no en su complejo contenido conceptual, nada lo diferenciaba de aquellas rústicas ruedas que permitían desplazar enormes pesos con menor esfuerzo y mayor velocidad. Pensándolo mejor, se dijo, no era que desconocieran la rueda, de hecho, tenían una inmensa cantidad de artefactos provistos con esa forma; tampoco ignoraban las ventajas de hacer rodar los objetos, prueba de lo cual eran los rodillos sobre los cuales sus mayores habían podido mover los gigantescos bloques de piedra para construir los monumentales templos. Entonces encontró la clave del problema: nunca habían conseguido unir estas dos nociones, el disco y el rodillo, es decir, la rueda y el eje.
Maoni estaba convencido de que estos descubrimientos volcaban el futuro en su favor: si a las civilizaciones descendientes de los Hombres Sabios, los olmecas, los toltecas, los mexicas, los pueblos del lago Texcoco, los de la Huasteca, los tainos y los demás pueblos del valle sumaban sus conocimientos y a ellos se agregaban los que la expedición iba a llevar desde las nuevas tierras, tales como el caballo, la rueda y el carro, toda esta sumatoria los haría invencibles. Pero era imprescindible la unidad de todos sus pueblos del Anáhuac y aún más allá. Sin embargo, Quetza sabía que era ésta una idea difícil de llevar a la práctica: la historia de todos ellos era la historia de las divisiones, las luchas y las guerras.
Maoni propuso a Quetza la construcción de otra nave, en la cual llevar varias parejas de caballos y cuanta cosa nueva pudiesen mostrarle al tlatoani. Si los mexicas se dedicaban a la crianza de caballos a partir de los que ellos llevaran a Tenochtitlan, en poco tiempo podrían contar con una gran cantidad de animales para afrontar una campaña militar. Algo que también llamó la atención de la avanzada mélica, era el formidable conocimiento de los nativos en materia de navegación; durante su breve recorrida por la ciudad habían estado en el puerto. Quetza no cabía en su admiración al ver los enormes barcos que entraban y salían de las ensenadas y la destreza de los marineros para maniobrar aquellos monstruos de madera. Los velámenes, monumentales, se desplegaban con una rapidez sorprendente; veían cómo los marinos arrojaban cuerdas aquí y allá con tanta precisión que podían amarrar sin siquiera bajar a tierra. La comitiva mexica miraba todo con ojos no ya extranjeros, sino extraviados: se sentían perdidos en aquel mundo nuevo y desconocido. Observaban a esos hombres rústicos, brutales, que hablaban a los gritos, que se emborrachaban y peleaban entre sí a punta de cuchillo por cualquier nimiedad como si pertenecieran a una especie distinta. Nunca, ni siquiera los mexicas que salieron de la prisión, habían visto gentes tan poco educadas. Fue en ese instante, en el puerto, cuando Quetza tuvo una revelación: considerando la superioridad naval de los nativos, se dijo que si ellos no procedían con premura, no tardaría en llegar el día en que esos salvajes alcanzaran el otro lado del océano con sus inmensas naves. Entonces sería el fin de Tenochtitlan. La necesidad de conquistar aquellas tierras no nacía del afán de expansión, sino, más bien, para evitar que, en un futuro próximo, sus tierras fuesen tomadas por asalto.

El Conquistador - Federico AndahaziDonde viven las historias. Descúbrelo ahora