14. La cima del mundo

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Recostados en la cima del mundo, en lo alto de la pirámide, abrazados, las manos enlazadas, Ixaya y Quetza conversaban como si se hubiesen visto el día anterior, como si jamás hubieran tenido que separarse. La luna llena iluminaba la ciudad que descansaba hermosa y resplandeciente. Bajo el cielo estrellado, él le contaba la historia del universo; una historia diferente de la de los dioses mitológicos. Imaginaba en voz alta cómo serían aquellos lejanos mundos luminosos. Si escapar del recinto sagrado fue una tarea riesgosa, volver a entrar en los dominios del Templo y llegar a lo alto resultó aún mucho más peligroso. Pero ahora que volvían a estar juntos, nada parecía importarles. Quetza podía sentir la tibia respiración de Ixaya, olía el perfume de su pelo, veía su perfil delicado y sus labios encarnados, y entonces el universo entero se opacaba igual que esas estrellas ante la luna llena. Aunque hablaba con calma, el corazón de Quetza repiqueteaba con fuerza. Tal vez fuera aquella la última vez que la viera. Desde luego, no le dijo una sola palabra acerca del combate, ni de la lucha que había presenciado el día anterior, ni de los chicos muertos. Ixaya permanecía con los ojos cerrados. Quetza aproximó sus labios a los de ella y sintió pánico; le temía menos a la muerte que al rechazo. Pero no estaba dispuesto a abandonar este mundo sin saber qué guardaba el corazón de su amiga.
Cuando sintió que los brazos de Ixaya se aferraban a su cuerpo, que sus manos recorrían su cuello, acariciaban sus hombros y se refugiaban entre su pelo, Quetza tuvo que contener un llanto inexplicable. Sus cuerpos se reclamaban, pero ambos, por distintas razones, sabían que no debían obedecer a ese llamado. Quetza no iba a despojar a su amiga del último vestigio de niñez para llevárselo al Reino de los Muertos. No podía hacer eso. Los brazos de Ixaya eran su último refugio, el lugar donde nada ni nadie podía hacerle daño. Por ese mismo motivo, se dijo, no tenía derecho a herirla. Por su parte, aunque ella ignoraba que quizá fuese la última vez que se verían, no iba a permitir que las cosas se le escaparan de las manos: todavía quedaba mucho tiempo de Calmécac por delante y se negaba a sufrir más de lo que ya estaba sufriendo; si hasta entonces mantenerse lejos de su amigo era un padecimiento, no quería que, desde ese momento, la espera se convirtiera en un martirio. Pero los pensamientos iban por un camino y los demonios del cuerpo por otro. Los humores adolescentes invadían la sangre, corrían por las venas, se crispaban en la piel y se resistían al llamado de la razón. Quetza olvidó por completo las estrellas y, dándoles la espalda, reptó por el cuerpo generoso de Ixaya que lo esperaba con las piernas separadas. El pequeño taparrabos de pronto no alcanzaba para impedir que el impetuoso guerrero, inflamado, quisiera librar su primera y acaso última batalla. Allí, en la cima del mundo, Quetza e Ixaya, abrazados y jadeantes, obedecían al llamado de la vida sobre el Templo del Dios de la Muerte, sobre la mismísima cabeza de Huitzilopotchtli. Ella lo atraía sujetándolo con las piernas y a la vez lo rechazaba alejándolo con los brazos. Él intentaba apaciguarse, silenciar con sus labios los gemidos de su amiga, pero no hacía más que conseguir el efecto contrario. En el mismo momento en que estaban por traicionar sus íntimas promesas, escucharon pasos acercándose por una de las laderas de la pirámide. Quetza se deslizó, acostado como estaba, tal como lo haría una iguana, y pudo comprobar que el mismo sacerdote que, momentos antes, estuvo a punto de sorprenderlo mientras trepaba la columna, ahora estaba subiendo rápidamente por la escalinata. Era aquella una visión fantasmagórica: el religioso enfundado en una túnica negra, con su cabellera larga, blanca y enmarañada, ascendía a paso firme con unos ojos encendidos que, a la luz de la luna, se veían rojizos como si estuviesen hechos de fuego.
Quetza tomó de la mano a su amiga y, corriendo, la condujo cuesta abajo por la ladera contraria de la pirámide. Impulsados por la inercia del precipitado descenso, siguieron a toda velocidad hasta cruzar el centro ceremonial y perderse por una callejuela interna del Calmécac que salía al canal. Allí se. despidieron. Quetza tenía que llegar al pabellón antes de que el sacerdote, que había visto una sombra fugitiva en lo alto del templo, iniciara la segura inspección para comprobar si faltaba algún alumno. Fue una despedida apresurada; se saludaron sin abrazarse porque sabían que, de otro modo, no iban a poder separarse jamás. Se alejaron mirando hacia adelante, sin atreverse a girar la cabeza por sobre el hombro. Ixaya nunca iba a saber que quizá fuese aquella la última vez que se verían.
Quetza corrió tan rápido como pudo. Palpitante y sudoroso, entró en el pabellón a través del mismo ventanuco por el que había salido. En el exacto momento en que acababa de meterse entre las cobijas, el sacerdote ingresó en el aposento; luego de una minuciosa recorrida, para su desconcierto comprobó que nadie faltaba. Salió del cuarto rascándose el mentón. Quetza se hubiese dormido satisfecho de no haber sido porque que ya estaba clareando. Faltaban pocas horas para el combate.

El Conquistador - Federico AndahaziDonde viven las historias. Descúbrelo ahora