Mono 11

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Desperté sobresaltado a causa de un sacudón. Cuando abrí los ojos pude ver que un caniba, nada amigable, pintado como para el combate, me zarandeaba por los hombros. Tardé en comprender que era el que oficiaba de lenguaraz; me costó reconocer sus rasgos detrás de las líneas de pigr. lentos blancos y rojos que le daban a su expresión un sino de fiereza. Aproveché que estábamos en soledad para preguntarle cómo conocía el náhuatl. Pero por toda respuesta, sólo me dijo que me preparara, que el cacique había tomado una resolución y quería comunicármela. Era para mí un enigma por qué aquel hombre, cuya fisonomía era indudablemente mexica, vivía entre aquellos lejanos nativos con quienes jamás habíamos tenido trato. Sin embargo, había otros interrogantes para mí más urgentes: saber si Maoni había vuelto y conocer la decisión del cacique, en cuyas manos estaba nuestra vida. Pero el hombre no me dijo una sola palabra; sólo me condujo hasta su jefe. Era noche cerrada. El cacique permanecía sentado sobre la misma manta como si el tiempo no hubiese pasado. Se lo veía tranquilo; ya no tenía aquel rictus encrespado con el que me había hablado durante la tarde. Encendió una hoja enrollada de coiba y me invitó a que la compartiera con él. Era este un gesto de amistad que podía deparar buenas nuevas. Mientras aspiraba el humo espeso de la hoja ardiente, le pregunté por mi segundo, Maoni. Consultó a uno dé sus oficiales, intercambió algunas palabras, pero no dio respuesta alguna. En cambio me preguntó cómo había descansado. Su silencio me llenó de miedo, pero supe que no sería bueno insistir. Luego pregunté por el resto de mi tripulación; entonces me señaló hacia un sitio: para mi tranquilidad, pude ver que mis hombres ya no estaban atados y que se hallaban sentados en torno de otra fogata, mezclados con varios canibas, fumando e intercambiando gestos y sonidos, ya que era la única forma en que podían entenderse. Parecían haber entrado en confianza también con los perros-hombre, con quienes jugueteaban alegremente. El cacique me invitó a que me sentara y, con calma, me dijo que ya tendríamos tiempo para conversar y hacer negocios mientras comíamos. Me sirvieron una bebida amarga pero sabrosa. Bebí con una sed largamente contenida, tanto que vacié el cuenco de un solo trago. Entonces un hombre lo volvió a llenar y, con la misma facilidad, lo volví a vaciar. Descubrí que estaba plácidamente mareado. Sabía que eso no era bueno y, sin embargo, quise beber más. Estaba yo al corriente de que existían pueblos para los cuales beber no era condenable y éste, evidentemente, era uno de ellos. Pero en Tenochtitlan beber licor de maguey o de cualquier otra cosa estaba prohibido. Sin embargo, me parecía una descortesía no aceptar el homenaje que, para los canibas, significaba ofrecer licor. Cuando miré mejor hacia la fogata alrededor de la cual se reunían mis hombres, comprobé que aquella tranquilidad y camaradería con sus captores nacía de la más profunda de las borracheras. Entonces decidí dejarme llevar por las circunstancias. Nunca antes había experimentado yo los efluvios del licor y comprendí el porqué del peligro: tan grato era su efecto que no resultaría nada difícil quedar preso de sus engañosos encantos. Aquel agasajo que nos daban los canibas no podía significar sino una aceptación de mi amistad. Mientras llenaban otra vez mi vasija, me sirvieron un cuenco con comida. E>escubrí que estaba hambriento. Vaciaba en mi boca aquel adobo caliente y delicioso. Tomaba con mis dedos la carne sumergida en ese caldo con tanta voracidad que no me importaba quemarme un poco. El cacique me preguntaba cosas sobre mi barco y me hacía saber que jamás había visto una "piragua", así lo llamaba, tan adornada y bien construida. Mientras le agradecía sus palabras y le devolvía sus adulaciones, alabando a mi vez sus naves, seguía yo comiendo y bebiendo. De pronto me atoré con algo duro, carraspeé y quité de mi boca lo que supuse un hueso. Lo puse en mi mano y cuando vi de qué se trataba, creí morir de espanto. Era la inconfundible argolla de obsidiana que Maoni siem: pre llevaba prendida en el cartílago de la nariz. Recuerdo que me puse de pie y arrojé aquel cuenco sobre el cacique, que se reía otra vez con sus carcajadas maléficas. Todo me daba vueltas y apenas podía mantenerme en pie. Empuñé mi espada dispuesto a matar a quien fuera cuando, desde el follaje, vi a un grupo de canibas que, también riendo a carcajadas, traían un hombre con la cara cubierta. Cuando le quitaron la tela que ocultaba su rostro, pude ver que era mi segundo. Estaba sano y salvo. Sólo le faltaba su nariguera, la cual, ciertamente, estaba en mi mano.

El Conquistador - Federico AndahaziDonde viven las historias. Descúbrelo ahora