11. La espada sobre la piedra

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El combate inicial se aproximaba. En esta lucha, la primera de una serie, los oficiales podían ver las aptitudes de los chicos en estado puro y prefigurar quiénes serían los guerreros más bravos, observar las tempranas disposiciones a atacar, defender, ordenar y obedecer. Podían ver la fuerza física y la agudeza estratégica de cada uno de los alumnos. Tal vez el primer combate fuese más importante que el último, aquel que significaba el término del Calmécac.
Y, precisamente, el combate final, protagonizado por los alumnos que estaban por concluir sus estudios en el Calmécac, tendría lugar el día anterior al combate inicial entre los nuevos. Casi no había contacto entre los alumnos mayores y los menores; se movían en distintos ámbitos y nunca coincidían en los lugares comunes. De manera que los más chicos recibían con absoluta sorpresa cada acontecimiento. Pero la lucha final entre los alumnos que estaban por egresar era un acto solemne, al cual asistían como espectadores los chicos de todo el Calmécac. Se hacía en una de las grandes explanadas adyacentes al Gran Templo, del lado opuesto al centro ceremonial. Las escalinatas de la pirámide servían de graderías donde se ubicaba el público: en la base se formaban los alumnos y en la franja central, las autoridades del Calmécac. Quetza, que había quedado casualmente muy cerca de Eheca, escuchó cómo sonaban las caracolas y quedó estupefacto cuando, precedido por una guardia numerosa y compacta, apareció el emperador, quien ocupó el trono en lo alto de la pirámide. Por entonces el monarca era Tízoc, sucesor de Axayácatl, aquel tlatoani que había accedido a perdonarle la vida. Quetza no quería perderse de nada, debía estar atento a todo; al día siguiente le tocaría a él ocupar el campo de batalla. Tenía que aprender cuanto pudiera, ya que aún ni siquiera sabía en qué consistiría la lucha. Se dijo que era aquella la única oportunidad-para develar el gran misterio, antes de que llegara el momento, cada vez más cercano, de su propia batalla. Los caracoles se acallaron de pronto; se hizo un silencio estremecedor y luego empezaron a sonar los tambores con insistencia, haciendo un largo preámbulo que acrecentaba el ansia del público. Entonces sí, desde el interior del templo ingresaron al campo los luchadores. Era un grupo de catorce jóvenes. Usaban sólo un taparrabos y nada los diferenciaba entre sí; no se advertían bandos opuestos. Habían entrado en formación marcial y quedaron alineados frente al público. A una orden de uno de los sacerdotes, todos hicieron una reverencia al tlatoani. Los cuerpos de todos ellos estaban per- fectamente tallados en el rigor del ejercicio. Tal como se percibía, no había todavía contendientes. El sacerdote iba anun- ciando a viva voz cada una de las reglas; primero el grupo debía elegir líderes en sucesivas tandas: los dos que resultaran más votados, independientemente del número y la diferencia de sufragios, serían quienes encabezarían ambos bandos. Fue éste un trámite rápido; resultaba evidente que los líderes ya estaban largamente definidos desde hacía mucho tiempo. Uno de ellos era un muchacho de una flacura esquelética y no demasiado alto. Sin embargo, había algo en su expresión, en lo más profundo de su mirada, que infundía miedo. A Quetza le recordó la actitud de un coyoth igual que los coyotes, detrás de esa apariencia semejante a la de un perro famélico, se escondía un carácter feroz y artero. El otro presentaba el aspecto de un atleta: sus brazos, piernas y pectorales parecían la obra de un tlacuicuilg, un escultor avezado. Sin embargo, en contraste con su porte de guerrero, se lo veía intranquilo, gesticulante y lleno de vacilación. Enfrentados cara a cara, se medían e intentaban intimidarse con gestos como animales que exhibieran sus dientes. Pero todavía debían contenerse. El sacerdote les recordó a voz en cuello que aún tenían que seleccionar a su tropa.
El azar decidiría quién sería el primero en elegir: el sacerdote hizo girar una espada sobre la superficie de una piedra rectangular a cuyos lados, en extremos opuestos, estaban ambos líderes. Después de dar varias vueltas sobre sí misma, la espada se detuvo señalando con su hoja hacia el muchacho más fornido; él sería el primero en escoger a uno del grupo, quien ocuparía el cargo de subjefe o edecán. Esos dos primeros puestos eran los más importantes, no sólo en relación con el mando: si el jefe o el edecán caían, de inmediato se daba / por finalizado el combate. Así, eligiendo alternativamente primero un jefe y luego el otro, quedaron conformados los dos bandos integrados por siete hombres cada uno. Emulando al clan de los caballeros Águila, los miembros de uno de los grupos se vistieron con capas que semejaban el plumaje de un pájaro, pero, habida cuenta de que eran todavía estudiantes, en lugar de águilas imitaban a los tohtli, los ágiles halcones que abundaban en la isla. El traje lo completaba una máscara de madera que, con un pico afilado, representaba la cara ceñuda del ave. El otro bando se atavió con trajes y máscaras que, remedando al clan de los caballeros Jaguar en versión juvenil, figuraba al tlacomiztli, el gato montes. Quetza no pudo evitar el recuerdo*de cuando, con Huatequi, jugaban a ese mismo juego con varas que semejaban espadas. Sólo que ahora pudo comprobar con preocupación que los combatientes estaban provistos de armas verdaderas: los jefes de cada bando con espadas que lucían el negro filo de la obsidiana, y el resto, con largas lanzas afiladas, todos protegidos con escudos como auténticos guerreros. Así, al pie de la pirámide del Templo Mayor, todo estaba dispuesto para el combate final. El emperador, desde lo alto, bajando su brazo ordenó que se iniciara la lucha.

El Conquistador - Federico AndahaziDonde viven las historias. Descúbrelo ahora