19. La guerra de los salvajes

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Sentados frente a frente, Quetza, con el auxilio de Keiko, le repitió al cacique lo que ya le había dicho cuando decidió encarcelarlos a él y a sus hombres e incautar sus naves. Sin embargo, antes de que el capitán mexica comenzara a hablar, el cacique le dijo que no era necesaria ninguna explicación: podía, si así lo quería, tomar lo que quisiera del palacio, luego era libre para abordar otra vez sus barcos e irse con su amiga. Quetza tuvo que hacer esfuerzos para conservar la calma: no estaba dispuesto a tolerar que se dirigiera a él como si fuese un ladrón y a sus tropas como a un grupo de piratas. Pero tal era el pánico que mostraba el jefe nativo, que parecía no poder comprender las razones de esos hombres que cubrían sus rostros con aquellas máscaras temibles. Miraba aterrado los cuerpos horizontales de sus colaboradores que, a medio vestir, flotaban en los charcos hechos con su propia sangre y lo único que quería era que aquellos bandoleros se fuesen cuanto antes. La violación era un crimen que en su patria se pagaba con la vida, le dijo Quetza al cacique, haciéndole ver que debía agradecer el hecho de que no lo hubiese matado. Pero ahora tenían que hablar de cuestiones de Estado.
En primer lugar, Quetza le exigió que se disculpara con Keiko, cosa que el cacique hizo de inmediato con gestos ampulosos y palabras exageradas. Luego el jefe mexica repitió al cacique de Marsella que no eran ladrones ni piratas, que era la suya una misión oficial, que venían con la bendición de su rey y que tenían, también, la aprobación de la reina de España. Tal como había hecho en Huelva, sin mentir del todo ni decir la verdad completa, le explicó que venían de Aztlan, un reino del Oriente, y que el propósito del viaje era el de establecer la ruta que uniera ambos mundos. Con la voz entrecortada, el cacique preguntó si Aztlan era vecino de Catay; entonces Keiko se apuró a contestar que, en realidad, era un reino perteneciente a ese gran imperio. El cacique palideció, se arrojó a los pies de Quetza y suplicó compasión. Estaba dispuesto a hacer lo que él le ordenara.
La sola mención de las tropas de Catay erizaba la piel de cualquier gobernante europeo: los ejércitos de la Galia e Inglaterra, en el momento más alto de la Guerra de los Cien Años, contaban con unos cincuenta mil hombres; Catay, bajo la dinastía Ming, en tiempos de paz, mantenía dos millones de soldados permanentes en sus filas. Eso explicaba el respeto reverencial que despertaban las huestes orientales: sólo por una cuestión numérica resultaban imbatibles. Y, desde luego, era ésa la razón por la cual ningún emperador se había atrevido a lanzarse sobre las riquezas de Catay. Al contrario, debían sentirse agradecidos por el hecho de que las hordas del Levante no arrasaran sus dominios, tal como hiciera el Gran Khan algunos siglos antes. Quetza sabía que el factor cuantitativo resultaría crucial a la hora de conquistar el Nuevo Mundo: la ciudad de Tenochtitlan tenía unos doscientos mil habitantes, cuya cuarta parte estaba en condiciones de combatir, cantidad ciertamente escasa para imaginar un ejército de ocupación. Razón esta que hacía indispensable la alianza no sólo con los demás pueblos del Anáhuac, sino con aquellos que estaban más allá del valle y los que sumaran al otro lado del mar.
Los mexicas debían sellar la paz con sus antiguos enemigos y, al contrario, ahondar las diferencias de los pueblos europeos que guerreaban entre sí.
Y ése era el caso de aquellas tierras cuya entrada era el puerto de Marsella. Quetza supo que aquel conjunto de reinos, que se iniciaba en el Mediterráneo en Ailhuicatl Icpac Tlamanacalli, se estaba desangrando luego de una larga guerra que había durado más de un siglo contra una poderosa Corona ubicada en una isla al Norte del continente: Inglaterra. Esa vieja disputa, sumada al temor que significaba la amenaza de las tropas de Catay, fue la cuña por donde entró en la Galia el ejército mexica. Si aquella guerra, cuyos rescoldos todavía crepitaban, volvía a encenderse, más valía que el reino de Aztlan estuviese a favor de Francia y no de Inglaterra, pensó .el cacique de Marsella. Un ejército de millones de tropas mitad hombre, mitad animal lanzándose sobre las ciudades por asalto con la misma facilidad con que habían tomado el palacio, resultaba una idea escalofriante. De modo que ambos jefes dieron por superado aquel malentendido que llevó a la cárcel a los visitantes; dejaron atrás el percance que provocó unas pocas bajas en el palacio y, reconociendo al capitán extranjero como un dignatario, el cacique de Marsella lo invitó a conocer las ciudades más importantes de la Corona. Así, Quetza y su avanzada iniciaron un viaje al interior de la Galia.
Lo primero que vio el capitán mexica antes aun de tocar tierra, fue un templo del Cristo Rey en lo alto de lo que creyó una pirámide. Más tarde, en su silenciosa incursión por la ciudad, había visto gran número de capillas, iglesias y monasterios e, incluso, dentro del palacio del cacique había gran profusión de imágenes del Cristo Rey y la María, Diosa de la Fertilidad, de manera que, supuso, esos nativos debían estar combatiendo contra las huestes de Mahoma. Pero supo Quet-za que los moros habían sido derrotados hacía varios siglos. La expulsión de las huestes de Mahoma de Francia fue la razón por la cual se instalaron en la península ibérica. Los motivos de la guerra contra los anglos eran muy diferentes y tenían un origen territorial antes que religioso: dirimir el control y la propiedad de las vastas posesiones de los tlatoa-nis ingleses en territorio galo desde tiempos remotos.
La rivalidad entre francos y anglos era tan antigua como salvaje/En su estancia en la Galia, Quetza supo que, en el pasado, un gran cacique del Norte de Francia, Guillermo de Normandía, llamado el Conquistador por unos y el Bastardo por otros, se había adueñado de Inglaterra. Los normandos pretendían que el rey de Francia reconociera a sus propíos monarcas y les diera un trato acorde con su investidura. Desde luego, Francia no estaba dispuesta a semejante concesión. Los caciques Normandos, vasallos del tlatoani, consideraban que no tenían por qué cambiar su condición de subditos de la Corona de París por el hecho de haber ascendido desde su cacicazgo hasta la cumbre del trono de la isla de los anglos.
Tiempo después, los caciques normandos fueron sucedidos por otra dinastía, los Anjou, señores poderosos y dueños de grandes territorios en el Oeste y Sudoeste de Francia. El tlatoani Anjou, Enrique II, era, paradójicamente, más rico que su señor, el rey de Francia, ya que regía sobre un imperio mucho más opulento. El sucesor de Enrique, su hijo menor Juan, era sumamente endeble e incapaz de mantener las heredades de su padre. Así, el tlatoani de Francia, Felipe II, tomó su reino por asalto: Francia invadió Normandía y en sus manos quedaron todas las posesiones inglesas en el continente, con la excepción de los territorios situados al Sur del río Loira.
El ascenso de Enrique III al trono de Inglaterra significó una verdadera catástrofe, cuyo corolario fue el Tratado de París. El nuevo tlatoani renunciaba a todos los dominios de sus ascendientes normandos, concluyendo en la pérdida de Nor-mandía y Anjou.
El sucesor de Enrique, Eduardo, se rebeló a estas circunstancias patéticas, construyendo un ejército poderoso, a la vez que reforzaba la economía, factores ambos que consideraba imperiosos para volver a hacer pie en las tierras continentales. Con estas nuevas armas inició las hostilidades contra Francia. Pero la guerra contra los galos se vio interrumpida por un nuevo hecho: otro reino hostil a Inglaterra, el de Escocia, iba a lanzarse sobre los anglos, matando al sucesor de Eduardo, Eduardo
II.
Las guerras sucesivas entre Inglaterra y Francia se'prolongaron durante más de un siglo. Pero Quetza indagaba no sólo en los hechos históricos y políticos, sino también en las tácticas y estrategias de guerra de sus futuros enemigos. Los salvajes europeos eran guerreros terriblemente crueles; el rey Eduardo había aprendido de las sanguinarias técnicas de su adversario: lanzaba sus tropas sobre la campiña desguarnecida y tomaba los poblados rurales. Entonces asesinaba a todos los varones, fueran niños, jóvenes o ancianos. Luego quemaba y saqueaba las casas de los campesinos. Así, los vasallos cuya protección dependía de Felipe de Francia, se sentían abandonados por su tlatoani: no sólo dejaba el monarca que los despiadados extranjeros se apropiaran de sus tierras, sino que la autoridad del rey se veía socavada ante sus subditos. La verde campiña por la que avanzaba el ejército mexica había sido tierra arrasada a manos de propios y extraños. Quetza descubrió que la táctica defensiva de los franceses era, acaso, más cruel que la de los anglos: para evitar que el enemigo se hiciera fuerte en la campiña, el propio ejército galo, antes de la llegada del enemigo, incendiaba campos, bosques y cosechas para que el extranjero no encontrase provisiones y así las tropas murieran de hambre y enfermedad. Las huestes mexicas debían estar preparadas para estas tácticas militares. Quetza se decía que los soldados de Tenochtitlan contaban con una enorme ventaja: el hecho de no tener hasta entonces carros ni caballos, paradójicamente, hacía que fuesen mucho más resistentes a las inclemencias del terreno; si habían podido atravesar cordilleras a pie, surcar desiertos sin la ayuda de la rueda, avanzar por el curso de los riachuelos sin el auxilio del caballo, una vez que aprendieran a montar, nada los detendría. Los ejércitos europeos sin su caballería no eran nada.
Quetza tomaba escrupulosa nota de todo lo que veía y escuchaba sobre las guerras entre aquellos pueblos salvajes, ya que sobre ellas habría de construir su estrategia de conquista. De inmediato advirtió que sus potenciales aliados debían ser, por una parte, aquellos pueblos sometidos por los tlato-anis de una y otra Corona, y, por otro, los caciques que siempre se mostraban dispuestos a traicionar a sus reyes.
La avanzada mexica, entusiasmada por la primera y exitosa operación militar sobre el palacio del cacique de Ailhukatl Icpac Tlamanacalli, estaba confiada en que las tropas de Tenochtitlan resultarían victoriosas en el futuro; de hecho, aquel puñado de hombres hubiese podido apoderarse de Marsella con absoluta facilidad, si su propósito hubiera sido ése.
Con el ánimo de los héroes, llegaron a su segundo punto en Francia, la mismísima sede del Cristo Rey, ciudad en la que habitaba el sacerdote mayor de la cristiandad. Estaban a las puertas de Aviñón.

El Conquistador - Federico AndahaziDonde viven las historias. Descúbrelo ahora