Alicia
Los policías agreden a mi amiga y la avientan a la parte trasera de la camioneta, en tanto le dan de palazos como a una criatura. Luego, cierran las puertas y se largan. Yo me quedo ahí tirada, incapaz de levantarme. Aunque aquellos hombres ya no me escuchan, y como he corrido demasiado, vuelvo a caer y a gritar el nombre de mi amiga. Exijo que la dejen en paz, pero es obvio que ya nadie me escucha. Adentro del vehículo llevaban esposados a otros jóvenes que, como yo, habíamos estado a las afueras de la escuela sin hacer nada malo, sin entender de qué iba todo el asunto y sin ganas de hacerle daño a nadie. Los que van allí son inocentes.
—¡Revoltosa! ¡Hey! —dicen unos oficiales a mi lado—. ¡Agárrenla!
Llega otra de las patrullas de la SHOCK, con una llama ardiendo encima de ella, y se posa justo detrás de mí. Se me acercan unos sujetos con cascos, barras y pesadas botas, cuyo sonido sobre el concreto intimidaría a cualquiera. Miro a lo lejos, por si hay un punto hacia el cual huir, y me doy cuenta de que mis compañeros ya están derrotados por los uniformados, a la vez que gritan y piden piedad ante semejante violencia. La distancia entre yo y el grupo de policías es lo suficiente como para huir, pero mis piernas no me responden y lo único que consigo es arrastrarme por el suelo, llena de confusión.
—Alicia... —dice alguien detrás de mí, un chico de lentes oscuros y gorra de beisbolista. Se para ante mí y me tiende su mano. Lo veo desde abajo sin entender nada; ni lo reconozco ni sé quién es. Antes de tomarle la mano, justo en el instante en el que llevo mis dedos hacia él, volteo, y los oficiales ya corren a un par de metros, dispuestos a golpearme con aquellas gruesas barras—. Ven conmigo. Confía en mí. —Y me da un impulso poderoso, que me obliga a ponerme de pie enseguida.
Corro detrás de él, tomada de su mano. Recorremos una de las plazuelas que rodean a Buenavista. Detrás nuestro se quedan los oficiales, ya rendidos, concentrados en atacar a otros jóvenes que les agreden con palos y granadas, las cuales todavía expulsan grandes columnas de gas. Ya nadie nos persigue, afortunadamente, y el muchacho desconocido, ese ángel de la guarda, con su determinación y vigor me lleva a través de las caóticas calles. A nuestro paso por la destrucción diviso un coche convertido en un infierno: su carrocería se encuentra achicharrada. Sus despojos liberan un fuerte olor a combustible. Las tiendas, que ya habían cerrado con cortinas de metal, rejilla y candado, tienen la cristalería destrozada y las protecciones violadas. Algunas personas se encuentran yacidas, como si estuviesen muertas; cerca de ellos hay salpicaduras de sangre que me aterrorizan y hacen que cierre los ojos.
—No veas —me ordena mi salvador.
Pasamos cerca de donde también parecen haber más cadáveres. La gente común, más personas que ya parecen ajenas a la manifestación, asaltan y saquean los locales aledaños. Estos horrores solo hacen que quiera desconectar mi mente del malvado presente, para que así pueda escuchar una preciosa canción en mi cabeza. Así lo hago: comienzo a cantar. No sé si mi voz se oiga, pero murmuro el coro de Sweet Caroline, un tema de Neil Diamond, y que tiene gran significado para mí porque es la favorita de mi padre. Él suele ponerla casi todos los días que estamos en la casa o las veces que nos lleva en su camioneta. Cuando la escucho me acuerdo de él, y también veo en mi imaginación los días en los que voy en el asiento de atrás y la reproduce en el radio, mientras sus manos se aferran al volante. Al hacerlo la canta a pulmón abierto.
«—¡Ya, papá! —le reprochaba en aquellas ocasiones, un tanto avergonzada por que las personas de los otros coches alcanzaran a escuchar—. ¡No cantes tan fuerte!»
Pero él aumentaba el volumen de su voz.
—¡Por aquí! —señala una tienda Twenty, que aún es asediada por más gente enfurecida. No ha soltado mi mano. Arriba, un helicóptero sigue muy de cerca los movimientos de la turba que va de un lado a otro. Y al mirar a los lados, sé por qué él me dice que atravesemos por aquella tienda, pues nuestros flancos están ya cercados por más tropas de uniformados al servicio de la policía SHOCK. Estas policías siguen órdenes federales, y están un grado más arriba que la Policía Metropolitana de Puerto Rey—. ¡Vamos, corre!
Nos metemos al Twenty Four-Seven y nos mezclamos con una fila de gente que lleva carritos de supermercado y toman todo lo que pueden al paso por las estanterías llenas de productos. Afuera no dejan de oírse disparos, explosiones y el ruido de más helicópteros que van a la caza de cualquiera que perturbe el orden. Comienzan a oírse también numerosas sirenas de la policía que recorren a gran velocidad las avenidas. No nos queda más opción que abandonar la tienda por el otro lado y refugiarnos debajo de un puente, en el que otras personas y vagabundos también se esconden de los disturbios. ¡Qué caos hay allá arriba! Pero nos quedamos ahí, tranquilos, con la esperanza de que no nos encuentren. Si nos vinculan a las manifestaciones en contra de la NBU, supongo, estaríamos condenados.
El chico se quita los lentes y la gorra, y quedo perpleja al ver quién es. O se le parece o es, pero de pronto me entra un grave mareo.
—¿Te acuerdas de mí? Soy yo, Bernard Fripp.
—Bernard... Fripp...
Esto no está pasando; es ridículo, estúpido. ¡No me lo creo!
***
¡Ya por fin se reencontraron! Lo sé, me tardé, pero creo que valdrá la pena lo que viene. Mientras tanto, ¿qué opinan del reencuentro? ¿Fue emocionante? Me encanta leerlos, y los amo a todos. Incluso a ti, lector tímido o fantasma xD Por cierto, les dejo mi primera viñeta de countryballs para que entiendan un poco mejor lo que sucede en Gamelia. ¡Nos vemos en la que sigue!
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El gran destello en el cielo ©
Teen FictionAlicia Huberi es una joven muy inquieta, imaginativa y con una gran preocupación por su futuro. Está cerca de la universidad y debe elegir una carrera, lo que se le complica debido a que no quiere quedarse con solo una opción. Está en medio de un di...