Capítulo 37

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Bernie

He conducido todo el día. No sé por dónde me he ido. Según yo, tomo las vías que indican los rótulos verdes, los que te dicen para dónde está Puerto Rey, pero ninguna de las carreteras se parece a las que habíamos tomado de ida. Hay algo que no sé sobre autopistas, y es que no tengo ni idea de cómo funcionan las desviaciones, a pesar de que haya letreros. Había confiado en que mi memoria lo resolvería todo. Seguro he tomado una que no debí, o tal vez me confié como un idiota. Bueno, espero que Alicia me perdone si termino llegando a Cuba, pero es que soy un sajado novato todavía.

      Ya casi se oculta el sol en el horizonte. Manejo a través de la nada, paso uno que otro pueblucho, y aún no veo las colinas que están antes de llegar a Puerto Rey. Todo aquí es llano. Si no es porque debes pagar peaje para salir del estado, ya estaría en Segovia y no estaría ni enterado. Tampoco me he encontrado muchas estaciones en las que pueda preguntar. En los pueblos solo hay gente y viejos que me asustan un poco como para hablarles; lucen tan sumergidos en sus faenas, que temo meterme en sus casas y encontrármelos de mal humor. Debería hablarles, pero sigo el camino. Las líneas amarillas continúan discurriendo a un lado de mi coche.

      Por lo menos hay tres cuartos de tanque todavía.

      Como no he hallado tampoco una emisora de radio en las horas que podría oírlas, sigo oyendo solo mis pensamientos. Además, vuelvo a tener hambre; creo que los dos sándwiches que quedaban en la guantera no eran suficientes como para el resto del camino, tal y como había predicho Fritz. También quisiera cubrir otro tipo de necesidades. Aunque, para mi fortuna, más adelante me encuentro con el anuncio de otra GamGas, que aparte cuenta con otro transit y un Twenty. Aparco a las afueras del negocio y me apeo para preguntarle al dependiente cuánto falta para Puerto Rey y cómo hago para reincorporarme a la interestatal.

      Al ingresar noto un ambiente un tanto inusual y desolador en la tienda, contrario a lo que comúnmente se ve en este tipo de establecimientos. Una canción de música surcosteña —un género típico del sur, sobre todo popular en Tropicalia—, con melodías muy tristes y un sonido muy viejo, como de los años sesenta, se oye en los parlantes del negocio. Tales vibras me predisponen a encontrarme algo poco agradable, antes de acercarme al cajero. Aunque, justo cuando voy a contarle al tipo mis problemas, veo que él llora y se come sus propios productos. Tiene sobre el mostrador un montón de paquetes de pastelillos abiertos. No sé qué diablos le sucede, pero hago mis cuestiones.

      —¿Para qué? Ya no importa.

      —¿Cómo de que no? Hay gente allá que me importa.

      El muchacho sonríe de manera burlona.

      —Toma la ruta 36... —Rompe la envoltura de otro paquete y muerde su pastelillo de chocolate, sin dejar de mirarme. Su descaro me repugna—. Conduce ciento veinte kilómetros al suroeste y luego te aparecerá la desviación a esa ciudad.

      —Vale, gracias... —le digo. Hago otro gesto de asco al verlo tan desinteresado y comportándose de manera tan rara—. Pero no me dijiste cuánto haría.

      —¿Desde aquí? Como tres o cuatro horas. Te desviaste mucho, ¿eh? Estás más cerca de Uma que de Puerto Rey.

      —Ah, conque tan lejos estoy.

      —Sí... —Eructa—. Mejor quédate a dormir y sigues mañana. A lo mejor el dueño del hotel de paso te da alojo gratis. —Me sonríe con lascivia y comprendo a qué se refiere. Antes de que me obliguen a hacer cosas terribles que no quiero, prefiero dormir en el automóvil.

      Y así lo hago. Después de pasar al baño y comprar con desgana un poco de comida, me orillo en algún punto de la carretera y me duermo en el coche una vez más. Dejo el arma de William en un sitio de alcance para que esté listo para defenderme, ya que, por lo visto, me encuentro en una de las zonas más peligrosas del país.

El gran destello en el cielo ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora