Capítulo 19

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Theodore

Es magnífico cómo el Costa a Costa reduce una ingente cantidad de kilómetros en solo cuatro horas. Salgo complacido de la estación y con buena fe de encontrarme con Bernard. Es ya bien entrada la noche; en realidad ya podría considerarse la madrugada, pues pasa de la medianoche. Tomo un taxi y le indico al conductor una dirección que hace mucho tiempo no había pronunciado, y que me ocasiona un sentimiento vago e indescriptible que no sé bien qué es, si nostalgia o tristeza.

      Mientras el coche se adentra en el centro de Puerto Rey, veo las calles y me encuentro con los vestigios de una cruenta batalla: más barricadas metálicas, patrullaje de soldados, muy bien armados por cierto, y un sinfín de vigilancia policial que desvía a los automovilistas, en tanto cierran más caminos.

      Solo espero que Bernie no haya sido secuestrado o interceptado, o que no esté, en su defecto, en una cárcel. Aquellos infames inútiles suelen coger a quien vaya por la acera. Todos son sospechosos apenas estén fuera de sus casas.

      El taxi toma una de las tantas calles que solía frecuentar en los tiempos que la herida de Emily estaba recién abierta. Nos detenemos en una calle pequeña, arbolada en su mayoría por palmeras, frente a la vivienda. Ahora es una construcción oscura y destinada a ser de uso ocasional, casi como una casa de verano, para las ocasiones en las que tenemos que viajar acá y cubrir sucesos importantes; por lo tanto, tiene muebles, electricidad, agua, pagos oportunos de impuestos y escasos víveres, desafortunadamente. Qué bueno que vengo preparado.

      —Son ocho dólares con dos cuartos —me dice el caballero.

      —Aquí tiene.

      Salgo, me paro frente a la puerta con tapia y admiro su fachada tan misteriosa, que evoca la extraña sensación de que vas a entrar a un lugar embrujado y espeluznante. Abro la reja con el viejo juego de llaves, y más tarde, para mi suerte, la cerradura principal también responde. Adentro, las estancias huelen a encerrado y no encuentro el más mínimo atisbo de la presencia de Bernie.

      —¡Bernie! —grito, pero solo escucho el eco de mi voz responder desde el tercer piso—. ¡Bernie! —Una vez más, y otra. Ahora comienzo a creer que el cobarde de Fritz tenía razón con respecto a tomar decisiones con la pura intuición.

      «A lo mejor anda de hotel en hotel. Vendrá aquí tarde o temprano.»

      Tras esta idea tengo la necesidad de quedarme dentro de estas cómodas paredes. No sé si hay un nombre para tal concepto, pero percibo el aroma de Emily de una manera abstracta, ya que ella no vivió aquí. Aunque sé que no es la casa de New Britain City, la relaciono demasiado; ambas se parecen bastante, además de que en Gamelia casi todas las viviendas son similares.

      Recorro los pasillos, ya con las luces encendidas, y me imagino que ella estará en la cocina: de espaldas, ahí parada y con su exquisita figura, su cabello largo y castaño; parece que volteará y me recibirá con su alegría de muchacha, pese a los años que contaba antes de morir. Pero ya solo queda un entorno vacío y dotado del rumor del viento, que se cuela a través de las ventanas. Con tal pensamiento me detengo y reposo las manos en la encimera. El polvo hace que se grabe el contorno de mis dedos. Me sacudo y, entonces, contemplo con gracia y cariño mi alrededor, ahora comprendiendo la afición de Bernie por el pasado.

      «No bebas nostalgia; te emborracharás.»

      Reviso las paredes de los pasillos donde reposan las fotografías familiares. En una me encuentro a Emily en un lago de Madison, cuando estaba embarazada de Bernie. En esa ocasión me había contado de su proyecto que tenía para rescatar perros de la calle. Muchos años le dije que no quería esos animales pululando por nuestro hogar, sin importar cuántas veces Bernie también me implorara por unos; no obstante, sé que la apoyé. Consiguió su cometido en cierta manera y realizó su meta, como bien le enseñé a estructurarlas.

El gran destello en el cielo ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora