Capítulo 47

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Alicia & Bernie II

Los soldados rodean nuestra camioneta y Mamá grita de histerismo. Ellos nos alumbran con sus linternas, que se hallan adosadas a sus rifles, y golpean las ventanillas, no para romperlas ni resquebrajarlas, sino para llamarnos la atención. Sus voces enlatadas son muy claras: quieren que nos reincorporemos a la vía principal. Papá se limita a decirles, con mucha preocupación, que no podemos. Y es cierto. Adelante vuelven a chocar. De nuevo vemos que se enciman unos con otros.

      No hay manera.

      Nosotros hacemos lo mismo, y detrás de nuestra camioneta se impactan los demás coches, también desesperados por las exigencias de los soldados. Las ráfagas de tiros continúan, así como los gritos. Además, el ejército comienza a lanzar bengalas, no sabemos para qué.

      —¡Maldición! —grita Papá—. ¡Háganse a un lado!

      Pero la camioneta se mece son los choques.

      Estamos sepultados. ¡No hay salida!

      El helicóptero sobrevuela por fin las campiñas de Tropicalia

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      El helicóptero sobrevuela por fin las campiñas de Tropicalia. Allá abajo hay puro caos: la interestatal está saturada, luces de bengala estallan muy cerca de nosotros y escuchamos tiroteos; soldados con rifles alzan sus cañones y después abren fuego.

      He estado en silencio desde hace casi una hora. Banks me había hablado, pero he ignorado sus patéticos intentos de consuelo. Al parecer aquel ha aceptado el hecho de que mi padre lo contradijera en todo. Sin embargo, para él es un debate perdido, uno de sus tantos recuerdos incómodos; para mí es una situación que ha desgarrado mi alma. Ahora solo miro la pistola, y sus palabras resuenan dentro de mí. Un dolor en el pecho me devuelve a la memoria a Alicia y su familia. La responsabilidad de conseguirles a sus padres un boleto, en aquella oficina que ni sé si la anarquía haya destruido ya, cuelga sobre mí como una carga de tres toneladas. Mi padre lo había aceptado: él no podía rescatar a nadie, desde su posición. Su orgullo tuvo que soportar una gran prueba para decidirlo. Y esta vez no estoy seguro si yo también debo aceptar de una vez que no lo lograré, o si debo intentarlo por lo menos. ¿Qué debo hacer? Allá abajo se encuentra el infierno.

      Sostengo más fuerte la pistola implantadora, y una lágrima se me escapa. Otra vez tengo que elegir. Cuando me doy cuenta, miro a Banks, pero él y sus asistentes están absortos en el caótico escenario de allá abajo. En respuesta miro a través del cristal y me encuentro con que el tráfico ya no sigue la línea, sino que ahora conducen dispersos. Es como si el ejército estuviera disparándoles para masacrarlos.

      —¡¿Qué ocurre?! —pregunto a través de la diadema—. ¿Por qué disparan?

      —Parece que han perdido el control, señor Fripp —contesta el piloto. La cortesía de su tono me da a entender que es leal a mi juicio. Tal vez sí pueda ayudar a los Huberi—. La oficina está más que saturada. Llevan días así. Pero lo que están haciendo es nuevo. ¿Quiere todavía que vayamos ahí?

El gran destello en el cielo ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora