Confesiones

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A la luz del sol, Louis resultaba impactante. No me habría acostumbrado ni aunque lo hubiera estado mirando toda la tarde. A pesar del tenue rubor, producido a raíz de su salida a caza la tarde del día anterior, su piel centelleaba literalmente como si tuviera miles de diminutos diamantes incrustados. Yacía completamente inmóvil en la hierba, con la camiseta abierta sobre su escultural pecho incandescente y los brazos desnudos centelleando al sol. Mantenía cerrados los deslumbrantes párpados de suave azul lavanda, aunque no dormía, por supuesto. Parecía una estatua perfecta, tallada en algún tipo de piedra ignota, lisa como el mármol, reluciente como el cristal.

Movía los labios de vez en cuando con tal rapidez que parecían temblar, pero cuando le pregunté al respecto me dijo que estaba cantando para sí mismo. Lo hacía en voz demasiado baja para que pudiera oírlo.

También yo disfrute del sol, aunque el aire no era bastante seco para mi gusto. Me hubiera gustado recostarme como él y dejar que el sol bañara mi cara, pero permanecí sentado, con el mentón descansando sobre las rodillas, poco dispuesto a apartar la vista de él.
Soplaba una brisa suave que enredaba mis cabellos y alborotaba la hierba que se mecía alrededor de su figura inmóvil.

La pradera, que en un principio me había parecido espectacular, palidecía al lado de la magnificencia de Louis.

Siempre con miedo, incluso ahora, a que desapareciera como un espejismo demasiado hermoso para ser real, extendí un dedo con indecisión y acaricié el dorse de su mano reluciente, que descansaba sobre el césped al alcance de la mía. Otra vez me maravillé de la textura perfecta de suave satín, fría como la piedra. Cuando alcé la vista, había abierto los ojos y me miraba. Una rápida sonrisa curvó las comisuras de sus labios perfectos.

—¿No te asustó? —preguntó con despreocupación, aunque identifiqué una curiosidad real en el tono de su suave voz.

—No más que de costumbre.

Su sonrisa se hizo más amplia y sus dientes refulgieron al sol.

Poco a poco me acerqué más y extendí toda la mano para trazar los contornos de su antebrazo con las yemas de los dedos. Contemplé el temblor de mis dedos y supe que él detalle no le pasaría desapercibido.

—¿Te molesta? —pregunté, ya que había vuelto a cerrar los ojos.

—No —respondió sin abrirlos—; no puedes ni imaginarte cómo se siente eso.

Suspiró.

Siguiendo el suave trazado de las venas azules del pliegue de su codo, mi mano avanzó con suavidad sobre los perfectos músculos de su brazo. Estiré la mano para darle la vuelta a la de Louis.
Al comprender lo que intentaba, giró su mano con uno de esos desconcertantes y fulgurantes movimientos suyos. Eso me sobresaltó; mis dedos se paralizaron en su brazo por un segundo.

—Lo siento —murmuró. Lo miré a tiempo de verlo cerrar los ojos de nuevo—. Contigo resulta demasiado fácil ser yo mismo.

Levanté su mano y la volví de un lado y de otro mientras contemplaba el brillo del sol sobre la palma. La sostuve cerca de mi rostro en un intento de descubrir las facetas ocultas en su piel.

—Dime qué piensas —susurró. Al mirarlo descubrí que me estaba observando con repentina atención—. Me sigue resultando extraño no saberlo.

—Bueno, tú sabes, los demás nos sentimos así todo el tiempo.

—La vida es dura —¿me imaginé el matiz de pesar en su voz? —. No me has contestado...

—Deseaba poder saber qué pensabas tú —vacilé— y...

crepúsculo /l.sDonde viven las historias. Descúbrelo ahora