Capítulo 4 - Lejos de la realidad

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El miedo asaltaba con velocidad las mentes preocupadas de Ginebra y Lydia.

—Por favor entren —decía David con un gesto de inclinación.

Ambas dudaron, y creyeron que ese era el momento preciso para correr. Ni siquiera necesitaron una mirada para deducir lo que la otra pensaba. Lo sabían.

Dieron media vuelta y se prepararon para correr el maratón de sus vidas. Se soltaron de las manos y se miraron a los ojos. Ambas sabían que hacer exactamente. Ginebra conocía que al correr atravesaba el constante riesgo de tropezar, o quedarse paralizada, o que en el peor de los escenarios una de ellas fuera atrapada mientras la otra lograba huir.

"Solo espero que logre huir y pida ayuda. Que, al cabo de unas horas, venga a rescatarme", pensó Ginebra, pues tenía la certeza de que sus piernas estaban a poco de fallarle. Estaba peleando contra su mente y su cuerpo.

Estuvieron a punto de iniciar su partida cuando una nueva voz atravesó el escenario. Gélida y áspera, como una brisa que llega sin avisar:

—Yo no haría eso si fuera ustedes —emergía entre las sombras un chico alto, de pelo castaño y ojos azules. Con una pequeña barba que le hacía lucir ligeramente más maduro.

A Lydia le resultó una entrada dramática. "Una película del viejo Hollywood", pensó. Y se preguntó a ella misma como podía divagar en aquello, cuando claramente suponía una amenaza.

Ginebra no sabía de qué manera debía reaccionar, pero había reconocido su voz al instante. Melódica y armónica, aun cuando mantenía la hostilidad entre líneas. Era él quien le había preguntado quien era la primera vez que despertó. Su mente se llenaba nuevamente de un miedo desbordante. Con la entrada de este desconocido, temió por su vida.

Pronto Ginebra buscó a que sostener sus emociones: miró a Lydia tratando neutralizar todo lo que pasaba para no desbordarse en llanto y gritos, pero en su rostro vio tanta confusión como la que ella atravesaba. Miró sus manos, mojadas por el sudor y temblando. Un par de segundos le habían parecido ya una eternidad bajo la oscuridad y el frío.

Un silencio.

Dos miradas inquietas. Una hostil.

—Este lugar es el quirófano —dijo con su tono melódico y rudo mientras cruzaba un par de miradas con Lydia y Ginebra—. Entren, por favor.

La palabra "quirófano" resonó en la mente de Ginebra por unos instantes como si fuese lo último que deseaba escuchar.

Su orden directa molestó a Lydia "David tiene la cortesía de pedirlo amablemente", pensó, e inmediatamente se puso a la defensiva y dio un paso hacia enfrente de forma retadora, para después pronunciar de manera agresiva:

—¿Por qué deberíamos obedecerte? —todos en el lugar giraron la cabeza hacia Lydia, sorprendidos de la fuerza que hubo requerido para formular la pregunta.

Ginebra pensó: "no es una fuerza especial, es desesperación, y miedo. Como el mío." En ese momento la admiró como creyó que jamás lo había hecho con alguien antes. O tal vez solo no podía recordarlo. A la par, sintió un temor profundo y caótico por su compañera. Aquel chico de la voz melodiosa y el mentón en alto le pareció tan peligroso como un arma apuntándole a la cabeza.

Él se acercó de manera tranquila y pacífica hacia Lydia. Metió la mano en su bolsillo y sacó una pequeña navaja suiza, entonces la posicionó sobre el rostro de Lydia, sobre la mandíbula, inclinada hacia el cuello, y hablo a modo de susurro, pero lo suficientemente audible para que Ginebra pudiera escuchar también:

—El problema con intentar romper las reglas, o ignorar lo que tranquilamente te he pedido, es que en este lugar soy yo quien decide que tan miserable puedas llegar a ser. Yo soy la despreciable persona que determina en qué momento tu corazón deja de latir —su voz caía en ser tan calmada y pacífica, como la de quien intenta arrullar a un bebé. Al tiempo que hablaba comenzó a presionar la navaja con fuerza y deslizarla lentamente hacia abajo provocándole a Lydia una herida grande, y haciendo que un par de gotas de sangre cayeran al suelo. Ella estaba pálida y sentía el ardor de la lesión recorrer todo su cuerpo. Quedó completamente paralizada, deseando apartarlo de ella, pero siendo incapaz de mover un solo dedo.

Déjame entrar a tus recuerdosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora