Capítulo 7 - La atadura que no vemos

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Cuando el sol lanzó sus primeros rayos, y la brisa dejo de correr con fuerza, Erin tomó tres de las carpetas sobre la cómoda de la "sala de reunión". Cada una de estas estaba forrada de cuero oscuro, y tenían diferentes escudos de universidades marcadas sobre ellas.

"Nunca antes habíamos llegado tan lejos", se dijo mientras caminaba con vagancia por los oscuros pasillos de la planta baja. "Arruinar las cosas ahora sería fatal". Sus manos comenzaban a temblar con cada centímetro que recorría, mientras que en su mente enlistaba una y otra vez las partes del procedimiento hasta ese momento: se detuvo frente al ascensor como si estuviera esperando que este le dijera cual sería el siguiente paso, pero al instante lo supo: "... ahora tenemos que estimular sus mentes hasta la tercera intervención" concluyó. Entonces, Erin tomó las carpetas con fuerza y las pego hacia su pecho. Corrigió su postura, levantó la cabeza dibujando un rostro serio y subió por el elevador.

Al llegar a la planta alta, entró a la bodega frente a la habitación de Ginebra, Lydia y Adam. Dentro, puso una carga de ropa sucia en la lavadora y programó en su reloj el tiempo que tardaría, cuarenta y cinco minutos.

Se desplazó por el lugar hasta el otro extremo. Estando frente a la cómoda comenzó a tararear al compás de "Habanera", de la Ópera de Carmen de Georges Bizet, que en su niñez había aprendido. "Mi madre solía repasar una y otra vez esta pieza; día tras día, y noche tras noche", se dijo mientras la recordaba en el estudio de su hogar, vistiendo un corsé ajustado y gesticulando con las manos; primero entonando las notas de la pieza, para después agregar la letra con un francés acentuado. Erin casi pudo sentir que aún escuchaba su voz, potente para las notas altas, pero dulce para las notas graves. Le sorprendió que alguna vez le hubiese hablado con esa voz. En ese momento, su madre le pareció tan ajena a él y a sus circunstancias. La vio como una sombra que un día, sin previo aviso, desapareció.

"Nuestro tiempo fue efímero, madre mía", dijo susurrando a las paredes, "pero tu amor jamás se sintió como aquel pajarillo rebelde."

Buscó en la cómoda los manuales de estimulación cognitiva, tenía al menos diez copias de ellos, contenían 20 páginas, repartidas para su uso durante cinco días consecutivos, forrados por una pasta blanda de plástico que enmarcaba en letras grandes al centro: "Estimulación cognitiva", y en la parte inferior, con letras más pequeñas, enmarcando a los autores: "Erin MacGowen y Makeda Cooper."

Su reloj comenzó a tiritar una vez hubieron pasado cincuenta minutos, Erin había perdido ya la noción del tiempo estando frente a la cómoda, observando y releyendo las indicaciones de los manuales.

Puso la carga en la secadora, y como si se librará de una gran responsabilidad, dijo para sí: "esta la recogerá David".

Al regresar a la cómoda notó que los diez manuales estaban cubiertos por una delgada capa de polvo, nunca había podido usarlos, no en la forma en la que lo haría los siguientes días. Tomó tres de ellos, los junto a las carpetas y salió de la habitación.


Cuando Ginebra despertó, sintió que cada parte de su cuerpo había descansado finalmente como era debido. Pensó que tal vez jamás había dormido tan bien, y espero que eso no fuera cierto; por unos instantes, no tuvo miedo. Al levantar el rostro y salir de la parte baja de la litera, vio a Adam, quien ya se encontraba tomando sus calorías blancas sentado a un costado de la mesita frente a ellos.

—Hola. Este es para ti —dijo Adam señalando el único vaso aun lleno—. Mientras dormías Makeda vino a pedirnos que estuviéramos listos tan pronto fuera posible. Lydia está dándose un baño justo ahora. Si quieres puedes bañarte luego, o esperar al final.

Déjame entrar a tus recuerdosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora