Medir la distancia sin relojes

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Toda la tarde se desarrolló una fuerte movilización en la frontera. Algunos volvían a pie hasta el campamento para buscar a sus muertos. Dos hombres dialogaban con un oficial ruso de frontera que había aparecido ante el escándalo. Frenaban el ingreso. El camión permanecía con todas las cosas cargadas y Alina estaba sentada en su borde. Mucha gente pasaba a su lado buscando cosas y ella se movía, pero a pesar de que pensaba en alejarse para que no la vieran, también tenía miedo de caminar, de colocarse en cualquier lugar. Cuando uno es niño cree que esconderse bajo las sábanas nos protege contra los fantasmas, que no se vería el bulto y parecería una tela al ras del colchón, del mismo modo, ella sentía inocentemente que su inmovilidad la privaría de todo peligro. La quietud podía llevarla a desaparecer y eso era justamente lo que ella quería en ese momento, ignorando si tendría o no el valor de soportar que la vida la arrastrara hacia el dolor de la muerte.

No pudo conocer los planes de la armada ni entendió que, finalmente, se decidió que se esperaría a la noche para pasar la frontera, lo cual les daría tiempo de levantar todo lo que quedaba y avanzar. El guardia venía, cotejaba los listados y se iba de nuevo. Rondaba, pero no daba aviso a las autoridades. Alina ni siquiera sentía el hambre y estaba aterrada para llorar. Estaba paralizada en un tiempo eterno, podía ni siquiera existir un futuro después de esa noche; el pasado, por su parte, no tenía camino de regreso.

Solemos percibir el tiempo en momentos, de hecho, se inventó para medir los cambios. Pero los cambios, la mayor parte de las veces, son medidos por otros para que los tomemos de referencia. En muy contadas ocasiones somos conscientes de que las situaciones realmente se desplazan. Mientras estaba en ese estado, ausente a todo, una señora cayó a su lado y no pudo levantarse. Entonces ella bajó del camión y la sujetó, dejó que se apoyara en ella y la acompañó con los demás. Nadie más se fijó en ella, de manera que miró en el asiento delantero, donde había un botiquín, lo tomó y curó la herida que se había hecho en la rodilla. Los minutos volverían a correr.

La señora le dio las gracias en su idioma y se alejó. Alina volvió a su lugar y más tarde la mujer volvió con un plato de sopa que ella apenas bebió. La mujer estaba congregada con algunas personas que parecían ser su familia. En ese instante, Alina pensó si podría ser acogida por otra familia y esperó, mirando constantemente al grupo.

Cuando todos se movilizaron para seguir el viaje, Alina sintió que el camión arrancó y se sujetó con fuerza, pero un hombre vino y la bajó de allí. Suponía que tenía que continuar a pie, no obstante, la apresaba con mucha fuerza. Miró en derredor buscando a la señora a la que había ayudado, pero ya estaba muy oscuro. El hombre la apartó del grupo, esperó que todos avanzaran y la dejó al final; luego se distanció un poco más, en dirección hacia las casillas de frontera rusa y se encontró con el guardia. Le entregó el brazo de Alina y él la tomó. Ninguna palabra se dijeron. El guardia caminó con ella, sin soltarla, hasta llegar a la frontera. Alina pensaba si la repatriarían, si la colocarían con las autoridades a resguardo. En cualquier caso, por lo menos, entendería lo que dirían. Preguntó y no obtuvo respuesta: el guardia no hablaba, ni la dejaba. Después de insistir, comenzó a temer; quiso soltarse y fue sujetada con más fuerza. Buscaba con la mirada, pero ya no quedaba más que la oscuridad, sin luz de luna ni otra cosa que la linterna del guardia. Las luces de las casillas se hicieron cada vez más grandes hasta que llegaron a la ruta fronteriza.

Allí, el guardia la metió en una sala. Cerró la puerta. Le quitó su bolso. Lo arrojó. Le descubrió el velo. Y le besó el cuello.

Alina intentó quitárselo de encima, pero cuanto más empujaba más dolor sentía en la espalda porque las manos del guardia se aferraron a su cintura y hacían presión sobre ella cuando intentaba apartarlo. Gritaba, aunque ya era un grito muy ahogado porque estaba perdiendo las fuerzas. Por más que quisiera patalear o golpearlo con las rodillas era una niña muy pequeña aún y bastaba con que fuera rodeada con los brazos de aquel hombre imponente para reducirla. Además, ¿quién la escucharía en la estepa desértica de Rusia? No había nadie, por ello quizás los reos son llevados a Siberia donde la sociedad ya no escucha sus lamentos. No obstante, no por ello se rendía, por más que le faltaran las fuerzas continuaba moviéndose. Suplicaba por favor que la dejara, se lo decía en su lengua, y no era escuchada.

El hielo de la guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora