Instintos esenciales

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Pese a que la señora Haru era muy reservada respecto a que esa niña estuviera viviendo en la casa del general, la trató amablemente y acabó compadeciéndola por su suerte y el aspecto deteriorado que traía. La ayudó a asearse, le mostró cómo cerrar las puertas, le colocó el kimono, esperando que ella retuviera lo que le decía y la llevó a desayunar a su casa. El kimono era un traje compuesto con una larga tela con forma de T que se cubría de con el lado izquierdo envuelto sobre el derecho, se sujetaba con una faja ancha y cubría la ropa que llevaba debajo. Fue muy insistente en la forma en la que debía colocarse y hasta le calzó las medias. Así se repitió esta rutina por meses. Ella, quizás por miedo o quizás por no saber compartir su pena, se enjugaba las lágrimas, sin saber qué más hacer.

La segunda noche volvió a llorar al regresar de su lección. La tercera se sintió más distraída, pero al calmarse, al intentar dormir, retornaba el llanto hasta que perdía todas sus fuerzas. La señora Haru se esforzaba porque tomara algo durante las clases de la tarde por lo que tenía fuerzas para que su cuerpo le advirtiera que necesitaba conciliar el sueño, hasta que el silencio volvía a recordarlo todo. La siguiente noche fue igual, la próxima también y de esa manera se cumplieron diez días. Ella iba todos los días después del mediodía a ver a Alina, le llevaba comida y la miraba almorzar. También la obligaba a tomar agua, Alina era dócil, llevaba todo a la boca sin que se lo pidieran, pero siempre con la mirada perdida. Tragaba un par de veces y luego se le hacía un nudo en la garganta. A pesar de las lágrimas, seguía comiendo. No sabía por qué, ni se lo preguntaba. La señora Haru le hablaba dulcemente, dándole palabras de ánimo que ella no entendía ni escuchaba. Podía deducir por su sonrisa amable sus intenciones lingüísticas, pero no hacía caso. De haber entendido, le hubiese discutido, se hubiese enojado y le habría gritado en ruso. No obstante, como no advertía más que suposiciones, guardaba silencio. En el fondo, tampoco quería gritarle a una anciana.

El señor Haru había sido en su juventud profesor de la escuela del pueblo, enseñando matemáticas y francés. Hubiera querido viajar más con su esposa, sin embargo, al final nunca pudo salir del país, ni del pueblo. Se contentó con darle el dinero a sus hijos para que se marcharan a la capital. Era aún más reacio a la presencia de Alina que su esposa, y se comprometió a esforzarse en la tarea de instruirla porque el general Satoru se lo había pedido y él le dio su palabra. Aunque era una persona mayor y Satoru no debía tener más de veintitantos años, le reverenciaba un gran respeto por su actuación en la guerra, su disciplina, su carácter sobrio y su valor, no sorprendiéndose del ascenso con el que había regresado. Sentía orgullo por Yoshio, además de que lo conocían desde niño y accedió a esa labor por él únicamente, pero dispuesto a estar a la altura de quien lo solicitaba.

Intentó una semana llevarla a su casa para que aprendiera japonés. Le saludaba y le hablaba en francés y le pedía que repitiera en japonés. Alina escuchaba, realmente imprimía voluntad y esfuerzo en su trabajo, todo lo que le permitía el corazón. Sin embargo, era inútil. Repetía las frases y las olvidaba rápidamente. No atendía. Al cuarto día, el señor Haru se hartó. Le gritó cosas que ella no pudo comprender, por la rabia solo hablaba japonés, pero básicamente le pedía que reaccionara: la había salvado un general, estaba viva y con la posibilidad de tener una buena vida, mejor que la que seguramente llevaba en Rusia. Incluso le dijo que su país ganaría la guerra, que se llenaría de triunfos... aunque la hubiera insultado con las palabras más ultrajantes, aunque la hubiese llamado prostituta, no la habría asustado más que lo que sus gestos, pero todos eran incapaces de conmoverla. No sabía si era mejor que entendiera o no; ante esas palabras, nada más seguiría llorando. La señora Haru tuvo que llegar a calmar a su esposo y él, en francés, le repitió lo que había dicho, incluso de manera más amable. No causó más efecto, aunque ella entendió a grandes rasgos sus palabras. No tenían cabida en su pensamiento, lo que escuchaba no podía traducirse en ninguna idea en su mente, mucho menos en su corazón. La señora Haru sugirió que la dejaran en la casa de Satoru, ella iría a verla para constatar que comiera y la traería para estudiar. Ya sabía los propósitos de Satoru, no había más que hacer. Si el general volvía y no había aprendido nada, nada cambiaría.

El hielo de la guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora