19. "1992"

6.9K 430 84
                                        


Mamá deja salir un suspiro al terminar de cerrar mi bolso. Sorprendentemente, la tarde es fresca para el inicio del verano, pero de todas formas veo como algunas gotas de sudor resbalan en su frente.

—¿Es este el karma qué estoy pagando, mamá? —dice con la vista clavada en el techo—. Dos bolsos de cincuenta toneladas para un viaje de ida y vuelta el mismo día. Dios mío.

Lila se deja caer a mi lado en la cama matrimonial de nuestros padres, lleva todavía puesto el bikini amarillo qué traía esta mañana cuando salimos a nadar un poco. En cambio, yo ya me he cambiado a unos pantalones grises de algodón y mi camiseta blanca de mi película animada favorita, Shrek. Papá la consiguió para mí en un bazar por diez dólares, ya está vieja y un poco rota en las mangas pero no la cambiaría por nada del mundo.

—Necesito todo lo que hay en ese bolso —dice Lila.

—¿De verdad? Porque a mí me suena a que llevas tu caja de maquillaje qué no vas a necesitar en la playa, cielo.

La respuesta de mi hermana es un jadeo sonoro. Oh, no. Aquí vamos…

—No es cierto —se defiende—. En primer lugar, Gigi necesita verse bien para conseguir el primer lugar, y en segundo lugar, nunca es demasiado maquillaje, mamá. Nunca.

Pienso que podría comprarme una tabla nueva solo con vender todos los labiales qué guarda en su tocador, en serio, esas cosas cuestan una fortuna. Por otro lado, aprecio la preocupación extraña de Lila porque luzca bien en una competencia de surf en la cual probablemente el agua borre cualquier maquillaje qué me ponga, pero está bien. Sé que esa es su manera de decirme que me quiere. Al estilo Lila.

—Vale, cariño, lo que tu digas. —Mamá pone nuestros bolsos a un costado del armario de su habitación. Ahora todo está listo para el viaje de mañana—. Algún de las dos tendrá que cargar el equipaje hasta el coche luego, estoy demasiado vieja para estas cosas.

La preocupación se agita en mi interior cuando la veo hacer una mueca al acostarse entre mi hermana y yo. Ella me tranquiliza con un gesto de la mano como siempre, y es la única manera en la que sé controlar los pensamientos que bailan por mi cabeza. Mientras Lila le hace espacio en la cama, mamá vuelve la cara hacia mí.

—Estoy bien, cielo.

No. No lo está.

—¿Tienes dolor? —me atrevo a preguntar.

—¿Te duele, mamá? —inquiere Lila.

—No. Es solo una pequeña molestia. Dios sabe que puede ser peor, y por eso no deben preocuparse. Ninguna de las dos, ¿Vale?

Mamá tuvo un fuerte accidente hace años. Fue justo cuando su carrera como surfista profesional estaba en su máximo esplendor, a punto de ganar la competencia mundial de surf y con los ojos de miles de personas puestos en ella. Sucedió como suceden los peores accidentes en la vida; sin que nadie lo vea venir. Cayó de la tabla en medio de su presentación, de cabeza y directamente hacia el fondo. Cuando papá llegó al hospital le dijeron que el golpe había afectado mayormente su columna y debían operar inmediatamente.

Nana creyó que su hija nunca volvería a caminar.

Yo apenas tenía cinco años, Lila tenía seis. A ninguna de las dos nos dejaron volar hasta Hawái, en donde había sido la última parada del tour, para ver a mamá. Claro que la imagen de mi madre en una cama de hospital, con la incertidumbre de no verla en el agua de nuevo y luego de varias semanas sin contacto alguno, dejó una marca en mí. Una marca de la que nunca hablaba con nadie, pero ella sabía. No tenía más que mirarme para saberlo. Y de hecho, a veces me preguntaba como hacia para vivir sin aquello, sin subirse a una tabla y remar hasta alcanzar la ola perfecta.

Entre besos y olas✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora