Capítulo 23: El niño blasfemo que le ofreció sexo a Dios

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Charles.

Nací el 1 de julio de 2004.

Mi madre se llamaba Verónica, de cabello castaño y largo; era una mujer tranquila, sonriente, demasiado sonriente; calmada y decente. Mi padre, que se llamaba Rudolf, era un hombre pelirrojo, pequeño de estatura y barbudo.

Vivíamos cómodamente en una mansión más allá de centenares de ciprés, que eran árboles verdes de largos metros. Sin civilización, sin carreteras, sin ciudades, sin parques, sin escuelas, sin infantes. Estábamos completamente solos. Comíamos animales que papá cazaba o a veces traía de la ciudad. Jamás me dejó ir con él. Jamás dejaba a mamá sola. Yo me quedaba en casa con el callado y silencioso Severus Dissick, recibiendo clases o simplemente siendo ignorado. La parte buena era que mamá me traía regalos femeninos como vestidos de princesas; mi favorito: un disfraz de hada que traía consigo un vestido rosa muy claro, guantes transparentes color blanco, una tiara de diamantes y unos pequeños zapatos de plataforma. Un día me maquilló, me vistió, y me comenzó a tomar fotografías que luego guardó en un álbum. Ese día me amé.

Comencé a vestirme, maquillarme y tomarme fotos muchas veces seguidas a esa vez. Cuando mis papás salían, convertirme en una princesa se volvió mi pasatiempo favorito. Cuando aprendí a leer, las historias de príncipes y princesas se convirtieron mis favoritas. Todas estas situaciones comenzaron a ser parte de mi pequeña e inocente felicidad, una inocencia pura que me arrebataron.

Fue un día primaveral. Estaba en mi habitación viendo a través del balcón a los pajarillos posarse en las ramas de los árboles. Los veía cantar junto con otros pajarillos y recuerdo bien que yo sentía envidia. Quería estar con alguien más, alguien real, no un amigo imaginario (que en ese momento estaba sentado frente a mi mesa personal pequeña donde tomábamos té con tasas de vidrio bordadas de rosa). Pero no tenía a nadie más que a mí mismo.

Ese día mis papás no estaban. Habían salido, de nuevo, a la ciudad en busca de comida o alguna otra cosa de adultos. Pensaba en lo triste que me sentía porque nadie podía verme, porque me sentía muy hermosa y nadie podía admirarme.

Hasta que...

Vi hacia abajo. Había movimientos humanos cerca de los árboles que rodeaba mi hogar, alrededor de aquella cerca había niños como yo. Pestañeé varias veces. ¡Eran niños reales! Intenté disimular mi emoción. ¿Qué harán niños cerca de mi casa? Si yo ya había ido con mi padre a recorrer el bosque y no había más que árboles y animales. Me asomé de manera que pudieran verme, pero asustados por haber rebasado un límite; salieron corriendo despavoridos de mí. Me sentí un poco rechazada, debo admitirlo, pero era una oportunidad de conocer a otras personas, y aunque papá me prohibió salir de casa, salí de mi habitación corriendo pese a mis zapatillas de princesa. No quería que se fueran, al contrario, los invitaría a tomar te en mi habitación aunque no lo tuviera permitido porque sabía bien como era papá de estricto. Él no dejaba que nadie se acercara ni a mamá ni a mí. Muchas veces oí como le gritaba a mamá, y mamá no decía nada. Muchas veces me golpeó por no obedecerle. Aún así, salí de mi casa viendo que no estaba ningún niño cerca, entonces, como era demasiado sensible al punto de llorar por mosquitos; comencé a llorar.

-Niña, ¿estás bien? ¿Por qué lloras?

Me voltee para ver quién había sido el responsable de emitir aquellas dulces palabras. Era un príncipe pequeño, de mi edad, que había venido a rescatarme en el momento justo, en el día adecuado... Suspiré deleitándome con su belleza angelical.

Me coloque la mano en la frente.

-Oh, estoy sola -dije dramáticamente, como pensé que dirían las princesas en mi situación-. ¿Dónde está su armadura, príncipe heredero?

Somos puntos en la nadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora