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Elena

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Elena


No es justo que tenga estas vistas.

Federico vive en un piso que es más grande que todos los pisos, de todos mis amigos juntos. Estoy de pie al lado del gran ventanal, observando a la ciudad seguir con su ritmo eufórico mientras que mis pies enraízan en estos suelos de mármol.

Parece que el tiempo se detuvo solo en mí.

Sigo cabreada y no solo por esta aberración a mi libertad, sino que Fausto (la aparente mano derecha de Federico) entró al piso con mis pertenencias, mi ropa, MI ROPA INTERIOR QUE ÉL SELECCIONÓ y la bicicleta Pelotón.

El cabrón la dejó en el medio de la sala en vez de mi habitación.

Cuando le pregunté qué demonios hacía, dijo que seguía órdenes de Federico.

Siento que mis muelas se rompen de la presión que hago con mi mandíbula.

En ese momento se escucha el ascensor y unos pasos confiados y firmes que caminan hacia mí.

Cuando volteo, encuentro a Federico caminando con aires de grandeza, aires que quiero sofocar con el cojín más cercano que tengo.

Pero hay algo en su mano, algo que hace que mi estómago se contraiga.

Avanzo a toda velocidad hacia él, pero antes de llegar, arroja la bolsa sobre la mesa de café de la sala. El pan de mi madre se desparrama sobre los libros que decoran la superficie, junto con otras cosas dulces que suelo comer seguido.

—Maldito....

—Ella está bieennn...—dice con irritación mientras se deja caer sobre el sofá blanco de su salón—, que dramática eres, Pelotón.

Se estira y toma un cannoli lleno de crema, lo lleva a su boca y gime con sus ojos cerrados.

—¿Quieres? —ofrece y luego mira por sobre su hombro— ¡Elvira! —llama—¡Un cappuccino sería ideal!

—¡Esta bien! —grita ella desde la cocina.

Este quizás sea el piso más costoso de este edificio, pero las costumbres italianas no se quitan.

—¿Por qué fuiste a ver a mi madre? —gruño.

Le da un segundo mordisco al cannoli, haciendo tiempo para responder. Mastica, saboreando con concentración, luego se limpia la azúcar de la comisura de sus labios con un pañuelo que saca de su bolsillo.

Dios, parece mi abuelo llevando eso a todos lados.

—Pensé que querías que se quedara tranquila.

—¡No se quedará tranquila sabiendo que caí en tus garras! —grito con mis manos cerradas hasta que clavo mis uñas en las palmas.

—Eso no fue lo que me pareció —dice buscando algo más en la bolsa—, de hecho, dijo que ahora que sabe que eres mía...

—No soy tea.

—Semánticas...—corrige fijando sus ojos negros sobre los míos—, ahora que vives aquí, está más tranquila, ella pensó que estabas desaparecida por ahí.

Elvira llega con una bandeja de plata, dos tazas humeantes con un cappuccino para cada uno. Antes de irse, se lleva el pan que mi madre amasa todos los días a las cuatro de la mañana y murmura algo sobre tostadas para mañana a la mañana.

—¡Estoy desaparecida por ahí! ¡Me has raptado Federico!

Señala la taza.

—Tomate un cappuccino, cariño.

Si antes pensé que iba a partir mis muelas, ahora pienso que voy a explotar. Ojalá manche sus sillones impolutos con todas mis tripas.

Obviamente no me muevo de mi lugar.

Entonces Federico saca algo de la parte trasera de su pantalón, un arma. Y la apoya sobre sus libros.

El mensaje es claro: Siéntate.

A regañadientes lo hago y él empuja la taza para que quede delante de mí. Luego apoya su espalda sobre el sofá y espera a que haga lo que me pidió.

Suspiro irritada y lo hago, bebo de la maldita taza.

—Desconocía que tu jefe era Denis Taylor—dice mirando el segundo cannoli como si fuese un habano cubano.

—¿Lo conoces? —susurro detrás de mí taza.

Federico me mira con una media sonrisa, incredulidad y altanería.

Por supuesto que lo conoce.

—Creí que no querías involucrarte en los negocios sucios, pero aquí encuentro que trabajas para el mismísimo Denis Taylor, el abogado del diablo le dicen en mi mundo.

Frunzo mi ceño

—¿Por qué?

—Era el abogado de mi padre. —dice llevándose la pequeña taza a sus labios, saborea el café y luego vuelve a apoyarla en la bandeja.

Trago con dificultad, ¿cómo puede ser que no supiera esto? Denis es parte de la firma, debería conocer sus casos conocidos.

Federico no solo saborea el cannoli sino que también mi realización.

—¿A dónde quieres llegar con esto? —pregunto, con un tono brusco.

—El caso de mi padre sigue abierto gracias a Denis, él es quien intenta incriminarme.

—¿Sobre?

—La muerte de mi padre, claro.

Trago saliva duramente.

—¿Y qué demonios tengo que ver yo en esto?

Federico apoya sus codos sobre sus rodillas y con una sonrisa maligna, dice:

—Creo que tengo un trabajo para ti, Elena Bianchi.

—Creo que tengo un trabajo para ti, Elena Bianchi

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Malas IntencionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora