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Los Ravioli lucen rellenos y están sumergidos en salsa casera. Elena le pone queso parmesano rallado por encima, algo que levantó de la cultura americana, porque los italianos no necesitan adornar su pasta.

Elvira siempre cocina como los dioses y puedo verla a Elena disfrutarlos igual que yo, pero...quizás yo deba hacerlos la próxima, me pregunto si le gustara la comida que yo hago.

—¿Qué tengo? —pregunta cuando siente mis ojos clavados en ella.

—Es raro...—confieso—, mi mente encuentra placentero verte comer.

Ella se limpia la comisura de sus labios y toma un poco de su copa, visualmente incómoda por lo que acabo de decir.

—¿Por qué crees que te pasa eso?

Dejo mi tenedor apoyado sobre el plato y me recuesto sobre la silla.

—No lo sé, pero estoy seguro de que al final de esta cita voy a saberlo.

Ella asiente y no dice más nada por algunos segundos.

—¿Quieres hablar de tu caso? —pregunta.

Se esfuerza por hacer conversación, me gusta que quiera colaborar con este intento mío de acercarme a ella.

—La pregunta es qué quieres saber tú.

—La verdad.

—Bueno, entonces déjame contarte otra anécdota.

Ella espera por mí, ansiosa por saber qué historia voy a elegir hoy.

—Mi padre nunca estuvo a favor del tráfico de armas, él siempre fue más amigo de las drogas, su preferido, ¿sabes por qué? —Ella niega con la cabeza— Él decía que las drogas mantenían al público constante, que un adicto siempre iba a volver a comprar y si ese adicto moría, entonces él iba a contagiarle la adicción a otro, por eso nunca nos quedaríamos sin mercado.

—Dios mío...—dice ella, alejándose del plato.

—Un día lo encontré aspirando cocaína del culo de una prostituta, en ese momento ya tenía dieciocho años y sabía perfectamente lo que ocurría delante mío. Cuando me vio, me llamó y me ofreció el mismo tratamiento. Yo me negué, sabía que lo que menos quería era presenciar eso y eso lo enfadó. Dijo que me creía superior a él, respuesta que da un hombre que sabe que lo que hace está mal, lo ignoré y me fui, pero él vino detrás mío, me golpeó la cabeza y caí inconsciente en el suelo, cuando despierte fue de golpe, sentía mi boca pastosa y mi corazón palpitaba rápidamente.

—¿Te drogó dormido? —pregunta ella.

—Me metió tanta cocaína en la boca mientras estaba inconsciente, que terminé hospitalizado con una sobredosis.

Elena cubre su boca con su delicada mano.

—¿Cuánto tiempo estuviste en el hospital?

—Dos semanas.

Ella cubre mi mano con la suya y observo detenidamente hacia allí, mientras toco su piel con mi pulgar.

—Lo siento mucho, Federico, no importa que haces ahora, nadie se merece eso de parte de un padre.

—Gracias...—susurro atrapando su mano con la mía— Si yo te pregunto hoy si crees que maté a mi padre o no, ¿qué dirías?

Ella lo piensa, mientras mira nuestras manos unidas.

—Creo que...—piensa bien sus palabras—, creo que, si me dices que lo mataste, entonces te entendería.

—¿Y si no lo maté?

—Entonces creo que eres muy afortunado.

Sonrío porque entiendo lo que está diciendo, no le importa si fui yo o no, solo está aliviada que él no exista.

Y créeme, que yo me siento igual.

—Sería afortunado si —replico—, pero más afortunado me siento esta noche.

Su mano se tiesa bajo la mía.

—¿Por qué?

—Nunca le dije a nadie estas historias y se siente bien poder compartirlas, no busco tu lastima, solo quiero que me conozcas, nadie pasa las primeras capas del capo.

Me rio y ella sonríe y joder...

Me sonrió.

A mí.

Su guardia.

—No sé si es bueno o malo lo que estás diciendo.

—¿Por qué?

—Quizás ahora que sé estas historias tengas que matarme para que nunca se las cuente a nadie.

Me rio.

—Pelotón, soy bueno juzgando a las personas y si te estoy contando esto, además de querer que seas mi representante en el caso, lo hago porque confío en ti.

—¿Por qué?

—No lo sé, te conozco hace mucho, sé dónde se apoyan tus lealtades y entiendo que lo que sea que te diga, queda entre los dos, aparte, sería una pena matar a alguien tan hermoso como tú.

—No seas adulador... —dice soltando el agarre de mi mano, se siente fría mi piel ahora.

—No puedo evitarlo, lo siento —me rio y llevo la copa a mi boca— ¿Quieres postre?

—¿Qué tienes en mente?

Oh...hola, Elena.

—Muchas cosas, pero podría comenzar con los cannolis de tu madre que tanto te gustan, luego veremos.

■■■

Puse música, no sé por qué bien, creo que quería mejorar aún más el ambiente.

Louis Armstrong suena como un susurro ambiental.

En la sala estamos los dos, sentados uno al lado del otro, mi cuerpo inclinado apuntando a ella, escuchando historias de sus días de la universidad.

Intento seguirla, pero sus labios rojos roban toda mi atención.

—No puedo hablarte si me miras así.

No puedo creer lo dócil que esta.

—No puedo evitarlo, déjame besarte y quizás me concentre en lo que dices.

Sus mejillas se ponen coloradas.

—No, yo no me beso con cualquiera.

—No soy cualquiera, soy tu carcelero.

Se ríe, el vino está haciendo efecto.

—Peor aún. —Con su mano en mi pecho me aleja, no había notado cuán cerca estaba de ella.

—¿Tomaras mi caso, Elena? —susurro con seriedad.

Sus ojos de mar caribeño me miran fijamente. Duda, no sabe qué hacer, porque podría

arruinarle la carrera o elevarla a la estratosfera.

—Necesito un despacho —dice firmemente, tomando una decisión— necesito honestidad y mucha información, si voy a hacer esto, no puedo fallar.

Sujeto su barbilla con cuidado y sonrío.

—Gracias.

Deposito un beso en su frente y ella se queda quieta bajo nuestro contacto.

—Sinceridad Federico, si no me la das, no podré ayudarte.

—Lo que quieras de mí, Elena, solo dímelo y será tuyo.

Ella abre su boca para responder, pero mis palabras la dejan sin habla.

Honestamente a mí también.

Pero como dije antes, voy por todo cuando se trata de Elena Bianchi.

Malas IntencionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora