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Muchos años atrás

Federico

Una de las pocas ocasiones donde puedo experimentar cosas de los niños de mi edad.

El día del desfile navideño en Manhattan.

Por alguna razón mi padre lo disfruta también, por eso viene aquí todos los años, o quizás es porque él se considera una reliquia de la ciudad y es su forma de incluirse en el desfile.

Los globos son gigantes con las formas más divertidas como un ayudante de santa o Rudolf el reno se mueven por los cielos entre los edificios más altos.
La banda por lo bajo, tocando canciones alegres y carrozas increíbles donde si tienes suerte puedes recibir un saludo de Santa.

Soy grande para querer ver estas cosas, catorce años, no debería entusiasmarme tanto por este día, pero eso siento.

Aunque me esfuerzo por demostrar que estoy aburrido y poco impresionado.

Algunos niños corren a mi alrededor, muero por sumarme a ellos, pero la mirada de mi padre es fría y está fija en mí.

Una niña pasa a mi lado, con un vestido rojo, los bordes son blancos y su cabello rubio opaco cae a su alrededor, le lleva solo un cordón flojo caer y tropezar hasta lastimarse en la calle.

La miro soplar su rodilla, sangre del mismo color que su vestido se desparrama por su pierna.

Al fin el pañuelo que mi padre me obliga a llevar por todos lados se vuelve útil.

—Ten —digo arrodillándome a su lado.

Ella toma el pañuelo y lo mira confundida

—Cúbrete la herida, para detener el sangrado, luego puedes ir a decirle a tu mamá, si ve mucha sangre puede que se asuste.

Ella coloca una mano delicada sobre su rodilla.

—Tengo que ir al médico —susurra gimiendo de dolor.

—No es para tanto —me río—, con una bandita es suficiente.

—¿Y qué sabes tú de heridas? —desafía.

Levanto mi traje y le muestro que justo debajo de mi manga tengo una herida mal cocida.

—Tengo experiencia —confieso sin entrar en detalles.

—¿Cómo te hiciste eso? —mira mi brazo.

—Yo me lo hice.

—¿Tú? —No puede comprender por qué alguien se haría daño a sí mismo— ¿por qué?

—Porque quería morir y no sabía cómo hacerlo, al final mi padre me castigó el doble.

Asiente, como lo hacen los adultos.

—Mi padre es igual conmigo, siempre busca castigarme, inclusive cuando no hice nada malo.

Sujeto su mano y la ayudo a levantarse, suelta el pañuelo, casi rojo ya y ve que el torrente de sangre paró.

—¡Tenías razón! Se detuvo, aunque todavía me duele.

—¿Quién es tu padre? —pregunto porque no puedo imaginar a alguien castigando a una pequeña tan adorable.

Ella señala hacia dónde está mi padre y por un segundo creo haber encontrado uno de los tantos hijos que tiene escondidos por ahí, pero luego veo a un joven a su lado.

Y quiero golpearlo.

—Supongo que los dos tenemos padres de mierda —digo metiendo las manos en mis bolsillos.

—Sí...—asiente otra vez.

De soslayo lo mira y puedo ver miedo en sus ojos.

—Hagamos algo, una promesa —digo extendiendo mi mano—, cuando seamos grandes, si nuestros padres siguen siendo idiotas, nos juntaremos para unir fuerzas contra ellos.

—¿Unir? —repite— No quiero tener novio.

Me rio.

—Quizás si lo quieras cuando seas grande y yo estaré allí para darte lo que necesites.

No sé por qué dije esas palabras, pero me dio un extraño confort saber que voy a tener a alguien para mí una vez viejo, alguien mío, no importa lo que pase.

Malas IntencionesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora