Elena
Federico se abalanza sobre mí como un bárbaro, puedo sentir mis pies despidiéndose del suelo mientras me carga sobre su hombro y corre.
Cuando me quiero dar cuenta de lo que pasa, estamos en la calle y los vidrios del lugar estallan con una explosión.
Aturdida y con poca visión intento encontrar con mis manos el cuerpo de Federico que está sobre mí.
Se siente flojo, sin fuerza.
Sujeto su rostro con terror y busco sus ojos negros.
Su mirada confundida recorre mi rostro, sus labios se mueven, pero no escucho absolutamente nada.
Miro hacia un lado, mi mamá está sentada sobre el asfalto y Fausto le da palmaditas a su espalda mientras tose, pero los dos están bien.
Federico sujeta mi barbilla, ahora puedo leer sus labios «¿Estás bien?»
Asiento lentamente y le digo que no escucho o al menos eso creo, porque lo único que mi oído recibe es un pitido agudo y continuo.
Federico me levanta del suelo e intercambia palabras con alguien.
Encuentro los brazos de mi madre a mi alrededor, apretando con fuerza.
Lágrimas caen sin parar por su rostro, el mío también. Y cuando mi mama se aleja para hablar con alguien más me encuentro de pie, en el medio de la calle, mirando como la panadería ya no existe.
¿Cómo pudo nuestro padre hacer eso?
La gente alrededor se agolpa, pero la policía los detiene para que no se acerquen.
Pareciera que todo el sonido vuelve a mi cuando escucho una sirena aguda cerca, los gritos de las personas preguntando qué ocurrió.
Cuando volteo encuentro a Federico detrás de mí, todo ese encanto sensual que lleva como una segunda piel está completamente eclipsado.
Sus ojos están afligidos y fijos en mí, su postura vencida.
Entonces hago algo que nunca creí que haría.
Camino hacia él y abrazo su pecho con fuerza.
Sus brazos me envuelven y su barbilla se apoya en mi cabeza.
—Gracias —digo entre lágrimas.
Él acaricia mi cabello y asiente cuando nos separamos solo unos centímetros.
—¿Estás bien? —pregunta mirando mi cuerpo con desesperación.
—Sí, gracias a ti...—confieso— ¿tú estás bien?
El capo asiente, pero no le creo del todo, por eso comienzo a buscar en su ropa estropeada alguna herida.
Encuentro una en el costado de su cuerpo, un vidrio está clavado allí.
—¡Federico! —grito, asustada al ver el pedazo de vidrio allí.
—Estoy bien, estoy bien —devuelve arrancándolo de golpe, la herida comienza a sangrar y él presiona su mano antes de que yo lo haga. — Debemos irnos de aquí, ¡Fausto! —llama— Alondra y Elena en el coche, ahora.
—Si, Capo —responde el grandote, su ceja está cortada y la sangre chorrea hasta su cuello.
Fausto sujeta mi brazo y me arrastra lejos de él.
—¡No! ¡Federico!
No quiero alejarme de él.
—Ve...—ordena sin darme opción—, necesito que no estes aquí, vete. — Su tono cambia, es casi desesperado.
Así que me dejo ir y a los pocos segundos estoy en el coche, consolando a mi madre.
Luego de una ducha y una comida casera, me encuentro en el salón, caminando sin sentido como una loca.
Mi madre duerme en mi habitación, Elvira ya se retiró y Fausto está por algún lugar de la casa hablando por teléfono sin parar.
Él todavía no está aquí y yo creo que estoy por perder la cabeza.
Finalmente escucho el sonido de la puerta y corro hacia allí.
Nunca vi a Federico tan cansado, tan derrotado por algo. Sus ojos están en el suelo y cuando me ven, se sorprenden. Lo abrazo con fuerza, en puntitas de pie para poder envolver su cuello.
Sus manos tardan en envolverme, pero cuando lo hacen me atrapan contra él.
—¿Estás...? —comienza, pero lo interrumpo con un beso.
Como si eso lo reavivara devuelve el beso con pasión, sujetando mi rostro entre sus manos.
Me lleva hacia atrás, sin que se despeguen nuestras bocas, hasta que mi espalda choca con una pared.
Sus manos recorren mi cuerpo con torpeza, hasta que decide arrancarme el pijama.
—Fausto...—le recuerdo entre besos.
Entonces me levanta desde mi culo y me lleva hasta su habitación.
Cierra la puerta de una patada y sigue con el trabajo que había comenzado antes, excepto que ahora estoy en la cama.
Federico sale de sus ropas, todavía tiene el pelo lleno de polvo, pero no me importa, lo necesito conmigo.
Sin aviso o palabra, se hunde en mi hasta el fondo.
Los dos gemimos al mismo tiempo cuando sentimos la conexión.
—Necesitaba esto...estar dentro tuyo —dice saliendo de mí apenas un poco para volver a enterrarse.
—¡No sabía dónde estabas o si estabas bien! —lo reprimo dándole un golpecito en el hombro.
Él se sonríe sobre mis labios y me besa una vez más.
Sus embestidas son cada vez más rápidas.
—Aquí estoy, bella Elena —susurra, encerrando mi rostro con sus dos manos.
Su lengua juega con la mía, pero rompo el beso para poder respirar, estoy agitada y necesitada y es una mala combinación.
Un gemido que suena más que un llanto que otra cosa sale de mí y Federico me observa fijamente mientras embiste firmemente.
—No me gusta sentir miedo —confiesa, sus ojos enfadados— y hoy lo sentí después de mucho tiempo.
—¿Por qué? —susurro aferrándome a sus hombros.
—Creí que te perdía —confiesa— y no puedo soportarlo, Elena.
Algo en mi se dispara y mi orgasmo comienza a rodar sobre mí.
—Mírame —ordena, no había notado que tenía los ojos cerrados.
Entonces me corro con fuerza y él me acompaña segundos después.
Su frente descansa en la mía y solo escucho nuestra respiración alterada.
—Yo también me sentí así...—murmuro confesando algo que creí que no iba a revelar nunca en mi vida.
Federico deja un delicado beso sobre mis labios mientras se retira de mí y me lleva a su pecho para anidar en él.
—No te preocupes, esta es la última vez. —afirma y por un segundo siento que nos estamos despidiendo.
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Malas Intenciones
RomanceElena Bianchi sabe que viene de una familia Ítalo-americana con orígenes dudosos, conoce perfectamente los movimientos de la mafia en Nueva York, gracias a su padre y a su tío, pero ella hizo siempre todo lo posible para alejarse de su círculo famil...