Capítulo 31

1.7K 138 102
                                    

—¡No me puedo creer que nos vayan a dejar hacer esto! —exclamó Noelia cuando nos detuvimos frente a uno de los muchos estudios de grabación que pertenecían a Krauser Records, la discográfica que Joanne Krauser fundó junto a otros productores y que...

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

¡No me puedo creer que nos vayan a dejar hacer esto! exclamó Noelia cuando nos detuvimos frente a uno de los muchos estudios de grabación que pertenecían a Krauser Records, la discográfica que Joanne Krauser fundó junto a otros productores y que era la casa de muchos artistas.

—Joanne se mostró muy dispuesta cuando se lo comenté —les expliqué—. Estaba segura de que me diría que no, porque, seamos honestas, ¿a quién se le ocurriría dejar que cinco adolescentes deambularan por un estudio de grabación profesional? Es por eso que, cuando me dijo que sí, por poco me caí de culo al suelo.

—Joanne parece una mujer muy enrollada —opinó Irune.

—Es mucho más que eso: es un ángel caído del cielo.

—Bueno, ¿qué os parece si nos dejamos de cháchara y entramos? —sugirió Adriana, dando una fuerte palmada—. Solo disponemos de dos horas, será mejor que aprovechemos cada segundo.

Este estudio en concreto se encontraba en Temecula, una ciudad perteneciente al condado de Riverside que se encontraba a una hora en coche de Laguna Beach. Según dijo Joanne, solía estar más tranquilo que los estudios que la discográfica poseía en Los Ángeles o San Francisco, por eso creyó que estaríamos mejor allí. Aún no sabía por qué Joanne había dicho que sí a aquello; si era porque se sentía agradecida por lo fáciles que les había puesto las cosas cuando grabamos At Last para Sobrenatural o si simplemente era porque le había caído en gracia y no le costaba nada hacerme feliz por un día.

Al entrar fuimos recibidas por una mujer que no debía tener más de cuarenta años que amablemente nos condujo a la sala que Joanne había mandado reservar para nosotras, mientras nos enumeraba, en tono humorístico, una serie de normas que debíamos cumplir si no queríamos ser añadidas a una lista negra que nos prohibiría la entrada a cualquier estudio de California. Allí nos reunimos con Michael Dravet, un amigo de confianza de Joanne que nos ayudaría a grabar algunas canciones y nos daría una clase exprés sobre producción.

Nuestras mentes creativas empezaron a trabajar y la música empezó a fluir, a llenar los espacios vacíos, a cerrar viejas y nuevas heridas. Grabamos una primera demo de Crush, una canción que comenzó siendo solo mía, que nació de un estribillo de lo más simple que se me ocurrió en la ducha, pero que terminó siendo algo grande, un sentimiento compartido con Noelia, que compuso la que acabaría siendo la segunda estrofa.

Crush era una oda al amor no correspondido y entre sus letras estaba escondido el nombre de dos chicos; dos chicos que no nos querían como nosotras a ellos; dos chicos que nos habían roto el corazón.

Cuando tuvimos la instrumental lista convencí a Noelia —lo mío me costó— para que ella misma cantara la parte que había compuesto, la que pertenecía a su dolor, a sus sentimientos por cierto búlgaro de ojos claros y sonrisa irresistible.

Primero grabé yo. Me encerré en la sala de captación, una cabina insonorizada que disponía de todo lo necesario para grabar voces e instrumentos musicales. Con la letra de la canción en la mano y los cascos puestos, me situé delante del micrófono y levanté el pulgar. Michael, sentado frente a la mesa de mezclas, asintió. Antes de que la melodía que habíamos creado, íntima en algunos momentos, como una caricia al alma, y poderosa y desgarradora en otros, empezara a sonar por mis auriculares, mis amigas, situadas detrás de Michael, me dieron ánimos. No sabía quiénes estaban más emocionadas, si ellas o yo.

EPIFANÍA ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora