Capítulo VIII

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Doce horas después, la cabeza estaba a punto de estallarme. El labio inferior me ardía y había olvidado por completo que alguien me había golpeado. Había ayudado un poco la pomada que me había aplicado mi padre, pero no del todo.

Me levanté y una nube negra se paseó unos segundos por mi campo visual, caminé a tropiezos hasta el lavabo y enjuagué mi rostro con agua fría.

¡Bam!

En el espejo, una mancha negra en la comisura de mis labios resaltaba en todo mi rostro. La muestra vívida de que me habían dado un buen golpe.

Bajé las escaleras y divisé a mi padre frente al televisor viendo un buen partido de fútbol, se volteó a verme y abrió los ojos de par en par.

—     Rosie, algo está creciendo en tu rostro...

—     Oh, Jesús. ¿Se ve muy mal?

Mi padre escondió una risa.

—     No. Creo que con un poco de maquillaje lo puedes cubrir. ¿Quieres desayunar ya?

—     Sí, por favor.

Me senté en el sofá mientras él preparaba el desayuno.

—     ¿Te gusta mucho el fútbol? —le pregunté desde el sofá.

—     Más que las mujeres.

Y las mujeres le gustaban bastante.

—     ¿A qué equipo le vas?

—     Manchester United, sin duda.

—     Sólo por Rooney —reí.

—     Rooney me gusta más que el fútbol.

—     Prefiero a Terry, si de ingleses se trata.

—     Qué elección tan mala has hecho, Cahill.

Reí con ganas.

Elliot bajó las escaleras hecho un desastre y se acostó en el sofá junto a mí.

—     ¿Cómo te trata la vida ésta mañana, hermanito?

—     Me estoy muriendo.

Mi papá y yo soltamos una risa.

—  Elliot —le susurré—, ¿Qué hacías anoche en ese bar de mala muerte?

Él me observó detalladamente y no contestó mi pregunta.

—     Bueno, era de esperarse —reprimí la rabia—. Sin embargo debes componerte, los Pittman nos han invitado a cenar.

—     ¿A sí? —dijo mi padre.

—     Soy la estrella principal, admírame papá.

Mi padre de nuevo soltó una risa.

—     ¿Por qué los Pittman me invitaron a mí? —preguntó mi hermano.

—     Creo que Rachel ha puesto el ojo en ti.

Los ojos de mi hermano se abrieron por completo.

—     ¿Quieres decir... que la pelirroja de ayer...? —titubeó.

—     Sí. Es toda tuya —reí.

Mi hermano se incorporó de repente, soltando un grito de victoria mientras lo hacía, y corrió a su habitación para buscar prendas limpias para esa noche.

Mi padre nos dio desayuno a ambos y los tres vimos películas en la sala hasta que dieron las cinco de la tarde. Mi celular vibró en la mesa del centro.

1789Donde viven las historias. Descúbrelo ahora