Capítulo XXI

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ALLAN

La fría noche de España nos estaba consumiendo a todos, en especial a Rachel, quien era más delgada y por lo tanto menos caliente. Mamá había hecho chocolate, pero ya pasaban dos rondas y el caliente líquido no nos quitaba el frío y nos mantenía a todos estrujados y pegados unos con otros, envueltos en mantas sobre el calor de la alfombra cercana a la chimenea. Habían pasado dos meses, pero se sentían como años enteros en el exilio.

— Quiero volver, mamá —se escuchó la voz de Rachel.

Todos volvimos la mirada a ella, agobiados, afligidos, y totalmente arrepentidos de haber dejado Georgia.

— Sabes que no podemos volver —respondió mi madre.

— No, tú sabes que sí podemos volver; pero que no volvemos porque eso significa la pena moral de Allan.

— ¿Acaso tú no estabas pasándolo mal, mocosa? —le respondí ofuscado.

— ¡Allan! —me regañó mi padre.

— Existe una gran diferencia entre pasarlo mal, y dejar simplemente que pase —se volvió Rachel hacia mí.

— Oh, sí. Tú sólo lo "dejaste pasar" con Elliot —le grité.

— ¡Yo fui inteligente, y me alejé de él antes de tener que hacerle daño alguno, idiota! —respondió Rachel.

— ¿Y cómo te funcionó eso hasta ahora, Rach? —arqueé una ceja hacia ella.

— ¿Cómo te funcionó a ti ser honesto con Rosie, Allan? —ella me guiñó un ojo.

Escuchar su nombre era tan sólo clavarme otro puñal en el pecho. La falta que me hacía Rosie, no se comparaba jamás con lo que pudiese haber sentido antes. Las miradas que mi hermano y mis padres nos dedicaban a diario a mí y a Rachel, llenas de angustia y pesar, eran las miradas que me impedían olvidarla. Y quizá incluso sin esas miradas yo no la lograse olvidar algún día.

El móvil de Matthew interrumpió la pelea.

— ¿Paul? —preguntó mi hermano.

La mirada de todos nosotros se volvió a Matthew, instantáneamente. Dejar Georgia no sólo implicó dejar a los Cahill, sino a Paul Ripphe, mi compañero eterno.

— Sí, aquí está. Dame un segundo.

Y mi hermano me tendió el móvil.

— Hey, Paul.

— Hey, hijo de puta —me saludó.

— Escucha Paul... lo lamento. De verdad. Quería decirte pero... —empecé a titubear.

— Allan, eso no importa ahora. He recibido una llamada de Rosie, parece que no está bien...

Dejé de escuchar.

El mundo parecía haberse detenido exactamente en ese momento. Me planteé mil escenarios los cuales ponían en riesgo a  Quizá Rosie quería vivir sin mí, pero yo no podía hacerlo. Yo no conseguía dejar a Rosie atrás.

— ¡¿Qué coño dices?! —grité— ¡Voy para allá!

Mis padres se incorporaron del sofá abruptamente.

— ¡No, relájate! —gritó Paul al otro lado del móvil— Está ebria, no sabe en dónde. Me ha nombrado un bar pero no tengo la más mínima idea de si en verdad estará allí. Voy en camino a buscarla.

Pero Rosie jamás tomaba alcohol.

— ¿Sabéis con quién estaba? —pregunté exasperado.

— No, se escuchaba sola.

El pasear de un lado a otro en la minisala del loft estaba enloqueciendo a mis padres, quienes me miraban a la expectativa de una respuesta. Cubrí la bocina del móvil con mi mano.

— Rosie ha llamado a Paul, al parecer ebria. No sabemos dónde está —susurré.

La sorpresa de todos apareció de golpe.

— Está bien, Paul. Ve a por ella. Te llamaré en veinte minutos.

Paul asintió vocalmente.

Colgué el teléfono de golpe, enojado conmigo mismo porque no me encontraba en ese momento con ella. Enojado porque ya no me encontraba con ella. Me senté en el sofá, con los ojos apoyados en las palmas de mis manos y mis codos apoyados sobre mis rodillas, y organicé mis ideas mientras mi familia me observaba.

— ¿Vas a ir? —preguntó Rachel, esperanzada.

— Posiblemente.

— Allan —me interrumpió mi padre—, escuchad tus palabras. Haz puesto en riesgo a esta familia al involucrarte con una mortal. Siempre lo has hecho, hijo. Hace 117 años no fue distinto, ¿me equivoco?

Viajo al recuerdo de Harper, mi antigua novia, a quién tuvimos que dejar porque yo me sentía lo suficientemente enamorado para matarla.

— Es... distinto —susurré—. Con Rosie parece ser distinto, padre.

— ¡Padre, déjalo volver! —imploró Rachel.

— Prefiero tener que matarla, que observarla morir mientras un auto la arrolla estando ebria, o algo parecido, Aaron —mi voz se quebró—. Dejadme ir.

— Bien, que vaya —interrumpió Matthew—, pero ¿te has puesto a pensar en ella? —su expresión facial infundía profunda ironía— Allan, ¡te has ido por más de dos meses, joder! No sabemos si ella tenga a alguien más, pero definitivamente no te tiene a ti, y nada duele más en una mujer que el haber sido abandonada. Créeme, porque lo sé.

La historia de Matthew me vino a la cabeza. Por un momento, él tenía razón.

— ¿Qué significa eso? —pregunté, con una sonrisa incrédula e irónica.

— Que Rosie va a querer asesinarte en el momento en que te vea, o peor aún; Rosie te va a odiar tanto, que no va a querer verte.

Las palabras de mi hermano me congelaron los sentidos. Por un segundo, yo era incapaz de respirar. Observé la afligida mirada de mi madre, y la mirada de Rachel a quién también correspondían las palabras de Matthew, y me dejé caer sobre el sofá mientras sostenía mis párpados en las yemas de mis dedos.

Veinte minutos después, totalmente exactos, empecé a llamar a Paul para encontrarme con un tono infinito pero ninguna respuesta. Los nervios estaban comiendo cada pedazo de mi cuerpo. Solté maldiciones en cada tono que daba la llamada, y por fin, después de tanta espera, Paul contestó.

— ¡Santa jodida mierda, Paul! ¿La habéis encontrado, sí o no? —grité.

— Sí —respondió él, totalmente incómodo.

— Paul —el tono de mi voz se había oscurecido—, ¡¿qué carajos sucede?!

— ¡Cuelga el teléfono, Paul! —la escuché al fondo.

Su voz me había dado la calma intermitente que necesitaba, la sangre caliente corría por todas mis venas como en una maratón, y mis pupilas se dilataron en cuestión de segundos. Sin embargo, Matthew no estaba equivocado, ella me odiaba. Pero mi corazón volvía a palpitar tan sólo con el agudo sonido que soltaban sus labios.

— Rosie, necesito que me dé una información —refutó Paul.

— ¡Cuelga ya esa putada, Paul! —gritó de nuevo.

— ¡Dios, Rosie! ¡No! —gritó él en respuesta.

De repente, escuché un forcejeo. Al fondo se escuchaban los vagos gritos de Paul y Rosie discutiendo. Había silencios intermitentes, y luego los gritos volvían. Cinco segundos después, dos gritos aterrorizados y un estruendoso golpe me ensordecieron. Grité el nombre de Rosie, pero siguiente a eso, sólo se escuchaba un profundo silencio.

— ¡¿Rosie?! —le grité al teléfono— ¡¿Paul?! ¡Coño, ¿podéis responder alguno?!

Pero de nuevo el silencio inundó el móvil. Más tarde, la llamada se había cortado. Observé el rostro de mi familia en orden y todos me indicaban sólo una cosa: había ocurrido una tragedia.

1789Donde viven las historias. Descúbrelo ahora