Capítulo XX

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Desde la escalera observé cómo se fragmentaba en pequeños pedazos el frágil corazón de Elliot cuando mi padre le contaba que los Pittman, y con ellos la dulce Rachel, se habían ido. La mirada de mi hermano en ese momento fue la misma que me dedicó cuando descubrió que Alice se había suicidado. Elliot no solía demostrar mucho sus emociones, pero en el momento que se dejó caer en la cama de su habitación, soltó un sollozo que dolió en el corazón de todos aquellos que lo queríamos.

— ¡Dime que sabes a dónde se han ido! —me gritó entre lágrimas.

— Yo... desearía saberlo, Elliot —respondí descorazonada.

Elliot tomó una bocanada de aire y volvió su rostro hacia mí.

— Rosie, ¿qué pasó esa noche en la fiesta? —preguntó agobiado— ¿Por qué terminaste con Allan? ¿Qué me has ocultado, Rosie?

Alejé de mi vista la imagen de un Elliot derrotado, alcé la mirada y tomé una bocanada de aire, sabiendo que aquello me haría llorar.

— No ha sido nada, sólo tuvimos una pequeña discusión.

— ¿Una pequeña discusión que lo ha hecho irse de la ciudad? —preguntó.

— No sabemos las razones por las cuales se han ido, Elliot.

— Sólo espero que tú no seas una de ellas —se volteó instantáneamente.

Sabía que Elliot no pretendía ser grosero, y honestamente no lo había sido; pero sus palabras me habían recordado aquella madrugada en que lo vi dispararse a sí mismo, y sin embargo decidí alejarme de él. Pero es que la vida no venía con un manual de instrucciones, y yo no sabía cómo reaccionar ante la noticia de que el ser que más querías en el mundo, resultaba ser el mismo que pretendía herirte. En ese momento deseé haber actuado diferente, haberlo besado, y haberme quedado sin importar cuán mal lucía el panorama.

Dejé la habitación de mi hermano y volví a la mía, encendí el laptop y busqué el Facebook de Rachel.

Para mi desgracia, los Pittman también habían desaparecido de las redes sociales. Sus teléfonos no daban tono cuando les llamaba, y los mensajes de texto se rebotaban. Los Pittman habían desaparecido totalmente.

La semana siguiente, Elliot y yo nos encontrábamos en el aeropuerto despidiendo a Emment. Sus vacaciones por calamidad familiar habían cesado, y necesitaba volver a hacer frente a todo aquello que había dejado atrás cuando corrió a nosotros.

Verlo partir fue incluso más doloroso que verlo llegar. Sus ojos rojizos se despedían desde la línea de abordaje, y anhelé un último abrazo rompecostillas, que sólo él sabía dar.

Tomé la mano de mi hermano para volver al auto, sin embargo Elliot y yo habíamos perdido una especie de comunicación. Seguíamos hablando, pero quizá se habían acabado las cosas que ameritaban ser un tema de conversación.

Y la soledad que había estado ausente desde que Emment volvió, de nuevo inundó la casa.

— ¿Rosie? —escuché la voz de mi padre del otro lado del teléfono horas después de despedirnos en el aeropuerto— Acabo de llegar a casa.

— Gracias por avisarme, papá. ¿Cómo has encontrado todo?

— Bien, pero no lo suficiente para querer quedarme. ¿Cómo estáis ambos?

— Bien, pero no lo suficiente para no querer que vuelvas.

Escuché su risa con un tono de melancolía.

— Rosie, voy a vender el apartamento y a presentar mi carta de renuncia. Dejaré todo listo, y volveré —su voz sonaba reconfortante—. Te lo prometo.

1789Donde viven las historias. Descúbrelo ahora