CAPITULO NUEVE

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Los hábitos como vicios eran una huella indeleble, un delator de lo que era una persona, contando mucho más de lo que las palabras podrían decir

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Los hábitos como vicios eran una huella indeleble, un delator de lo que era una persona, contando mucho más de lo que las palabras podrían decir. Sam Lowless, un cardiólogo reconocido con más treinta años de servicio, casado, sin hijos, que vivía para su labor.

En su gremio, círculo social, y allegados, era un hombre honorable, sus acciones así lo determinaban, sin embargo, como cualquier ser humano, tenía una mancha en el pasado que lo condenaba, y en su presente, un perverso vicio que lo ensuciaba. No era poseedor de ningún tipo de remordimiento, importaba más la preservación de su distinguida reputación, que, basada en lo que espera la sociedad, la hacía tan frágil como un castillo de naipes.

Todas las personas conocedoras de sus deslices, sostenían el mismo interés de mantenerlo en silencio, enterrado, olvidado, como si nunca hubiese pasado, o en su defecto, mantenerlo bajo perfil porque no era legal en lo absoluto.

Todas, excepto una. Todas, excepto Blue.

Recordarlo era tan fácil como al hombre de ojos azules. Había sido su médico personal, estaban grabadas en su memoria sus visitas esporádicas, cada vez que ella, la bebé o Mildred hubiesen presentado algún malestar. Lo rememoraba con claridad en casa, el día de su cumpleaños, sobre el cuerpo de Mildred ignorando sus pedidos de clemencia, sus gritos de dolor, olvidándose de su ética, de su juramento a salvar vidas.

Esa noche las había acabado.

Su destacada carrera lo convertía en una presa fácil, de encontrar, divisar y observar, dándose cuenta así de su secreto y perverso vicio. Adicto a bares, prostitución, y juventud. Lo había hecho un mal hábito, no podía dormir si no pasaba antes por el lugar, pasaba el día esperando que llegase el momento de dar rienda suelta a su morbo. Al localizar su flamante consultorio, dio con él, siguiéndole en cada paso, sus gustos, y como todo pez, aunque fuese uno gordo, iba a morir por la boca.

Llevó esa noche un vestido negro, largo, abierto a cada lado de sus largas piernas hasta la altura de sus caderas un escote en v profundo, tirantes delgados, tacones, y una daga enfundada en su vaina alrededor de su muslo, disimulándolo entre el vuelo de la falda y su seguro caminar. Llevaba una bolsa pequeña acorde a su vestido, y como carta final modificó un poco su apariencia física, una peluca rubia nórdica en conjunto con lentillas azules.

Su parecido con Mildred le era impresionante, al instante quiso llorar, la veía a través del espejo, pero no dejó que sus propios traumas siguiesen jugando con su mente, había llegado el momento de exteriorizarlos, darles luz a las heridas, con las personas indicadas.

Llegó al local, costoso, más que por lo lujoso, por lo privado que llegaba a ser, demasiadas personas influyentes con gustos aberrantes se encontraban en él. Con una historia inventada, una sonrisa coqueta, y fajo de billetes se logró colar. Tenía un objetivo claro, dar con Sam, el resto no era de su absoluta incumbencia. Ocupó una mesa con vista en la entrada, y aceptó una copa de preciosa chica en ropa interior y altos tacones.

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