Introducción: Luz, oscuridad y tiempo.

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Érase una vez en algún lugar desconocido, en un tiempo perdido hace demasiado; el sol en los cielos ya no brillaba, y las nubes negras, como augurios de muerte, adornaban el mundo mientras este agonizaba.

El desastre había caído y cubierto las tierras de miseria, de un horror tan profundo que dejaría una cicatriz incurable por milenios.

En aquella realidad pasada, deformada por la tragedia y las heridas del conflicto, una larga matanza había culminando finalmente. Una era atroz y duradera como ninguna otra por la que había pasado el planeta, ya había acabado.

Con los cielos apagados y con los ecos de dolor, de los gritos de los caídos, resonando por las nubes abismalmente oscuras, las tormentas embravesidas nunca parecían terminar.

En la tierra solo se veía el tétrico escenario de una guerra que había cesado, de un antes caótico y sanguinario campo de batalla, ya solamente lleno de incontables cadáveres esparcidos hasta el lejano horizonte.

Monstruos y bestias, ángeles y demonios, gigantes y hadas, todo tipo de criaturas podían ser observadas, muertas y al final de su agonía.

Dragones de variados tamaños y colores se encontraron tirados por todo el escenario, derrotados y destrozados; innumerables restos sin vida yacían esparcidos a su alrededor, siendo los ángeles, con las alas antes tan blancas como la pureza de la que se enorgullecían, los que más habían caído, tendidos y mutilados en sus propios charcos de sangre.

Demonios de seis brazos y cuatro cabezas, que superaron las decenas de metros de altura fácilmente, fueron atravesados de manera despiadada por púas y lanzas cristalinas, ahora teñidas del líquido oscuro de su sangre, eran aquellas las armas dejadas en los cadáveres, sin ya ningún portador que las reclamase.

Los cuerpos diminutos de los enjambres de hadas se desintegraron lentamente, usando las esencias de sus vidas masacradas, los seres de la naturaleza intentaron reparar al menos un poco la tierra que habían dañado con su propia lucha. Aquellas que habían sucumbido en las mandíbulas de los titanes, o fueron devoradas por las fuerzas demoníacas, quedaron sin propósito y se perdieron en un final sin sentido.

Por otro lado, siendo tan grandes como montañas, tanto los grotescos colosos más horrendos imaginables, como también los más poderosos titanes de cientos de metros, descansaban partidos en mitades, descuartizados y desmembrados cruelmente. Allí, en esa tumba llamada batalla, se arrodillaron los temibles gigantes, derrotados y sin luz en sus ojos.

Y junto con la tierra coloreada de carmesí y los mares de sangre inundando por todos lados; destructivos relámpagos de color morado y tornados de fuego arrasaron sin pisca de piedad lo que encontraron a su paso, convirtiendo el paisaje en una pesadilla y al mundo mismo en un infierno.

Era el escenario de una realidad deprimente, de una masacre inconmensurable. Era la vista de la miseria más grande, las consecuencias de una guerra que no tenía precedentes y no tendría comparación.

Y justo ahí, en medio de todo, tres entidades se reunieron.

—Vean lo que han logrado, seres inmundos. Tierras destruidas por sus sucias matanzas, mis nobles ángeles han perecido intentando remendar sus errores. —La voz resonó por encima de los truenos y se esparció por el silencioso campo de batalla muerto. El verdugo de blanco había hablado elevándose sobre los cadáveres. De melena dorada y ojos blancos que iluminaban todo a su vista, el arcángel no tenía miedo a proclamar aquello a sus enemigos. Sus tres pares de alas aleteaban imponentes, sus palabras cargaban un sin fin de sentimientos y pesares.

—Fufufu, no hay mayor placer para nosotros que morir arrastrando a tus asquerosos hijos con nosotros, Miguel. No seas tan amargado con la diversión de mis niños. —respondió con una desagradable sonrisa el representante demioniaco, el cual se mezclaba con la oscuridad del ambiente y solo dejaba ver sus sucios dientes, y brillantes ojos carmín. Ambos podrían matarse el uno al otro en cualquier momento si tan solo no fuera porque otra entidad interfería entre ambos.

—Soy ajeno a este problema de ustedes, mas no dejaré que esto continúe por más tiempo. Paren. —otra voz sonó reprimiendo a los dos que se miraban con profundo odio, listos para lanzarse contra el contrario. El enorme dragón negro fijó su doble mirada en ambos seres problemáticos. Su enorme cuerpo se hacía pasar por montañas alineadas, y sus ojos parecían estrellas mirando desde el cielo oscuro que sería su rostro escamoso.

—Vaya, mira quién habla. ¿No fueron tus hijos, los dragones, quienes iniciaron todo esto en primer lugar, Valyon? —escupió con odio el ser resplandeciente de seis alas y mirada arrogante. El rencor que guardaba por ambas entidades era tan profundo como la distancia que había del cielo al infierno, pero poco podía hacer en tales circunstancias.

—Esos niños se metieron en un lío del que no sabían los riesgos, fueron independientes a mi vigilancia al hacer tal conflicto estupido, pero la culpa también recae en sus hijos, que no supieron hacer otra cosa más que responder intentando matarlos a todos por igual, incluso a los retoños. Los gigantes pagaron el precio por ello, y las hadas no se atreven a mostrarse en mi presencia ahora. —remarcó con una imponencia y autoridad en su tono que hacía temblar el aire y la tierra. El que se alzaba por sobre todas la razas dictaba los hechos.

—¡Cierto, cierto! Fue culpa de los estupidos ángeles el morir, fueron débiles e inútiles. ¿No es así, Arcángel Miguel? —rió con saña el demonio de la gula, él era el único disfrutando de tal situación. A su boca la miseria de los muertos y humillados era un manjar, la esencia maldita de aquellos miles que perecieron le fueron un aperitivo bien recibido, no importaba si fueron aliados o enemigos.

—¡Callate, Belcebú, pedazo de mierda que se arrastra como una plaga! O de lo contrario, te haré polvo en este mismo instante... —gruñó con rabia, Miguel. Su presencia aumentaba en poder conforme su ira crecía, él odiaba aquella situación. —. Y tú —se dirigió al más grande, al dragón de cuatro ojos dorados que los miraba calmado, menospreciandolos. —¿Cuál fue el propósito de convocarnos?

—Los llamé para un acuerdo.

Fue lo que pronunció aquel ser primordial, dictando así las palabras que marcarían un contrato que duraría hasta estos tiempos.

Resplandor: la historia de una niña celestial.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora