Envuelto en la penumbra de la habitación, los sonidos de pasos resonaban como ecos distantes, pero mis ojos, inundados por lágrimas, se negaban a revelar el entorno que me rodeaba. Una maraña de emociones se reflejaba en la oscuridad, mientras mi visión se perdía en un torbellino de frustración y agotamiento.
Cada paso que daba era un recordatorio implacable de mi debilidad, y las lágrimas, pesadas como gotas de plomo, impedían cualquier vislumbre de claridad. La caja a mi lado, testigo mudo de mi aflicción, albergaba la evidencia tangible de mi lucha: pañuelos desechados, cada uno representando un intento inútil de aliviar mi desconcierto.
La congestión nasal, un calvario líquido, bloqueaba mis vías respiratorias, y cada intento por inhalar se convertía en una batalla infructuosa. Una toalla húmeda descansaba sobre mi frente, un débil consuelo en medio de la tormenta de malestar. El termómetro, como un oráculo silencioso, confirmaba mi fiebre inquebrantable.
—Juro qué, cuando te mejores, voy a llevarte con una bruja para que te quite lo enfermizo. No lo soporto más, es una tortura— dice Lucas, quitando el termómetro de mi brazo y luego mirando la temperatura. Lo veo suspirar y mirarme con falso enojo, porque más bien está preocupado. Yo lo sé, a mí no me engaña —Falta una raya para que llegues a cuarenta, eso es preocupante— Sus palabras flotan en la habitación como sombras cargadas de presagios oscuros.
Lucas, en su intento de disfrazar la inquietud con una fachada de enfado, no lograba ocultar la verdadera naturaleza de su angustia. Su preocupación se manifestaba en gestos apenas perceptibles, en cada mirada llena de ansiedad dirigida hacia mí. En esa oscura habitación, la promesa de llevarme con una bruja resonaba como un eco desesperado, una plegaria lanzada a la noche incierta que envolvía mi existencia enfermiza.
—¿Se puede?— pregunto, mis palabras flotando en el aire, atrapadas entre la esperanza y la incredulidad. ¿Acaso existe una cura mágica para la dolencia que me consume?
—Mi reina, en este mundo, todo es posible— susurra con un destello de complicidad en sus ojos, como si hubiera desentrañado los misterios de lo imposible. Una risa cómplice se escapa de mis labios, ahogada por la tos que se apodera de mi ser, una tos que parece arrastrarme hacia un abismo sin fin. —¿Te hace falta otro té?—
—¡No!— exclamo con vehemencia ante la sugerencia, aunque la amargura de los remedios consuma mis esperanzas. No niego su eficacia, pero hoy, sus propiedades sanadoras se desvanecen en mi paladar, como una promesa rota.
—Mejor tráeme algo de agua, tengo la garganta seca. No, iré yo, llevo horas tirada en esta cama— intento alzar el vuelo, liberarme de la prisión de la enfermedad.
—Es por tu salud, quédate en cama— replica Lucas, su mirada negándose a ceder ante mi deseo de escapar de la morada enfermiza.
—Por favor— insisto, desplegando la táctica de Alana, la mirada de perrito abandonado, un último recurso para quebrantar su resistencia.
—No me mires así ¡Me derrito!— exagera, cubriendo sus ojos como si la mirada suplicante fuera un fuego irresistible.
—Enserio, no quiero seguir aquí. Me da cosa— un puchero se forma en mis labios, una expresión de vulnerabilidad que busca conmoverlo.
—Bien— cede, resignado ante mi insistencia. En lo profundo, muy en lo profundo, se convierte en mi esclavo personal. —Pero si mi mamá dice que debes regresar al cuarto lo harás, sin poner peros ni nada ¿De acuerdo, Anabelle?— La sombra de la autoridad materna se cierne sobre nosotros, un recordatorio de que incluso en la oscuridad de la enfermedad, hay límites inquebrantables.
—De acuerdo— respondo, con cierta resignación.
Al abandonar la cama, el frío suelo se convierte en un cruel recordatorio de la vulnerabilidad de mi cuerpo enfermizo. Mis pies descalzos, expuestos a la gélida realidad, desatan un escalofrío que se propaga como un veneno sutil. Con gestos lentos, me calzo las sandalias, envolviéndome en la manta que ha sido mi única compañía en esta noche interminable. Se convierte en un manto protector, una capa que oculta mi aspecto demacrado al mundo, dejando solo mis manos y mi rostro al descubierto. Aún sin mirarme en el espejo, sé que la enfermedad ha dejado su huella, y la esperanza de no recibir visitas se convierte en un anhelo silencioso.
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Los Marshall #PGP2024
Hombres LoboEn el sombrío giro de este cuento, Caperucita no se encuentra con un lobo solitario en el bosque, sino con tres bestias voraces que, lejos de querer devorarla, anhelan poseerla como suya. En lugar de temor, nace un amor oscuro entre la inocencia de...