Jamal se agachó quedando a la altura perfecta para encarar al niño, que yacía sentado a su frente.
—Quédate aquí —le dijo, consiguiendo como respuesta una intensa mirada de desconfianza, que no le pasó desapercibida, él más que nadie sabía de su poco tacto que tenía para con los niños, cosa que no ayudaba en esos momentos—, iré a buscar a tu madre. No salgas de aquí, afuera puede ser peligroso —trató de sembrarle el miedo— y no queremos enojar a tu madre. Volveré con ella enseguida —él pequeño lo observó con atención, dejándole un asentimiento silencioso a modo de respuesta.
El hombre no hizo más que volver a levantarse, retroceder dos pasos aún con la visión puesta en Lorcan y esfumarse, esperando que no sucediera ningún contratiempo.
El joven miró el lugar a su alrededor, en definitiva, no tenía idea de en donde estaba. El lugar tenía una fachada agradable, con una chimenea apagada en la esquina izquierda de la habitación, grandes ventanales a su derecha, una puerta de madera la cual incentivaba al nacimiento de su curiosidad, tomando en cuenta que se hallaba cerrada con una invitación palpable a ser abierta por alguien. "¿A dónde llevaría?" pensó.
Parecía estar encerrado en una sala, debido a que no veía ninguna seña de materiales encontrados en dormitorios, además, las sillas y las mesas le sugerían que se encontraba en un lugar de reposo.
Su atención fue desviada con rapidez hacia otro lado: hacia el hecho de que no contaba con el brazalete en su muñeca. Sonrió, quiso volver con su madre utilizando aquellos poderes que le fueron concedidos, pero, lo descartó enseguida. No quería acabar perdiéndose o, peor aún, con su madre enojada.
Se limitó a practicar con cosas sencillas, para así reavivar su don, como el hecho de encender la chimenea.
Por otro lado, en un sitio muy lejano, estaban Eber y Samira, enfrentados cada uno en su propio mundo. Samira trataba de entender no sólo a donde Jamal se hubiese llevado a su hijo, sino también que sucedería de ahí en más. Tal vez Eber estaba jugando, tal vez quería deshacerse de ellos lanzándolos a su suerte, tal vez su propuesta de ser su amante se había convertido más en un hecho que un simple intento de amenaza. Existían infinitas posibilidades, sin embargo, lo frustrante era imaginarlas todas al mismo tiempo, una detrás de la otra.
Mientras Samira, permanecía imaginando cosas, Eber pensaba en que sería lo que haría. Nada estaba saliendo como lo había esperado. Lo más perturbador, aquello que resonaba en su mente desde hacía unos días, era el hecho de que, verdaderamente, no quería dejar ir a Samira. Por alguna razón que desconocía, la veía y una intensa sensación se adentraba en sus órganos: quería cuidarla, mantenerla a su lado, rehacer sus vidas lejos de todo. Cada vez que esos sentimientos comenzaban a aparecer, se negaba a escucharlos y los reemplazaba con la idea de que estaba confundido, simplemente debía ignorarlos. "Cuando Priscila regrese, todo será como antes, Samira quedara en el pasado y la confusión también", se decía a sí mismo, pero, ¿por qué parecía una cruel mentira?
Se dio cuenta que, en efecto, era una mentira, cuando vio a su persona resguardando a ella y a su hijo, ¿cómo podía ocultar ese hecho? ¿cómo diría que no quería tenerla cerca cuando en realidad la escondía para sí? ¿era muy tarde para arrepentirse?
Quizás era tarde para muchas cosas, pero, aún tenía un problema que resolver: los hermanos estaban en su despacho, esperándolo, lo cual era extraño ya que esperaba, mínimo, que hicieran un desastre. Que destrozaran todo o, incluso, que buscaran en cada rincón del castillo.
No, nada había sucedido, ellos estaban aguardando por él, dispuestos a "negociar en nombre de la paz" o, eso era lo que le habían avisado los guardias. No iba a confiarse, claro está, pero tampoco los echaría a la calle sin escucharlos.
Observó el rostro concentrado de Samira, mientras se negaba a soltarla. Para su interrupción, Jamal apareció "por arte de magia" en el sentido más literal de dicha frase, tomó el brazo de Samira sobresaltándola, Eber quiso sonreír. La imagen de Samira asustada, con una mirada de odio hacia el mago, al mismo tiempo que fruncía el ceño, como tantas veces la había visto hacerlo, eran gestos que enternecían el latir de su corazón.
¿Cómo era posible que en otra vida estuvieron destinados a estar juntos, al punto de morir por ello? ¿Cómo aquellos relatos que su madre utilizaba como cuentos para dormirlo, parecían tan reales al estar tan cerca?
Eber vio como Jamal se la llevaba sin decir nada, dejándolo con una opresión en el pecho, quedó por unos instantes viendo el hueco que había dejado, no sabía qué hacer con todo lo que lo rodeaba, habían sido días desconcertantes. Ni en toda su vida sentía todo lo que había sentido en cuestión de semanas, maldecía el día en que todo había desencadenado lo que vivía, o tal vez, maldecía momentos específicos, instantes que podía contar con los dedos de las manos. ¿Cómo enfrentaría la eternidad con ese desconcierto?
Decidió enfrentar la realidad, el día aún no acababa, por más que así lo quisiese, aún tenía mucho para hacer. El verdadero problema no era la cantidad, sino la importancia de lo que aún debía resolver.
Caminó mientras decidía ignorar todo aquello que pudiese estar relacionado con Samira, se enfocó más que nada, en adoptar una imagen capaz de enfrentar a los monstruos que tendría frente a él.
Para cuando llegó a su despacho, su actitud se había tornado en una peligrosa mezcla entre indiferencia y tranquilidad. Era real, a lo largo de los años que había enfrentado como rey, sabía a la perfección como debía manejar sus emociones, algo que lo había en su infancia, "gajes del oficio" lo había nombrado.
Suspiró antes de tomar la manija de la puerta, la giró consiguiendo un ruido y su apertura. La primera imagen que tuvo fue, nada más y nada menos, que dos figuras masculinas sentadas, una en cada silla, de espaldas a él.
No dijo nada, tampoco saludó ni permitió gesto alguno a su rostro. No estaba dispuesto a dar vueltas, esperaba que la circunstancia fuera corta y precisa, por ende, se acercó a la silla colocada detrás de su escritorio. Nadie dijo nada, se miraban con desconfianza y odio mutuo, ellos no toleraban estar en la misma habitación.
—Hablen, ¿qué quieren? —mencionó con indiferencia Eber.
—Venimos en son de paz —torció una sonrisa Brais, ahí lo supo, tenían intenciones ocultas, era evidente, pero, tal vez, no había esperado que fueran tan cínicos de aparecer de esa manera—, queremos ofrecerte un trato —Eber soltó una risa, una que pretendía ser lo más peligrosa posible, una que dejaba a la vista que las palabras de ellos, eran, en extremo, absurdas.
—Me parece que ustedes tienen más que perder que yo —colocó sus manos sobre sus piernas, adoptando una postura más seria—, me parece que no están en condiciones de exigir nada.
—Es verdad, tenemos más para perder, por eso vinimos —agregó Agni, tragándose las intensas ganas que tenía de asesinarlo.
—Escucho —volvió a hablar Eber.
—Queremos a Samira y al niño, a cambio te entregaremos a Priscila —dijo Brais con la misma seriedad que el hombre a su frente.
Los tres mantenían una postura implacable, la tensión podía respirarse en el aire, ninguno estaba dispuesto a dar su brazo a torcer, cada uno tenía un motivo para estar allí y, todos, harían lo que fuera para conseguirlo.
Eber forzó una sonrisa, era obvio que no sería un intercambio sencillo, al contrario, ellos tenían algo entre sus manos, de eso estaba seguro.
—¿Condición? —Eber no pensaba mantener una conversación, únicamente se limitaría a las palabras justas y necesarias.
—La condición es que le quites la inmortalidad a Priscila —mencionó Brais, consiguiendo una risa por parte de Eber.
—¿Así como ustedes se la quitaron a Samira al casarse con ella? —se burló.
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Polvo de Cristales
Fantasia•Segundo libro de la bilogía "Cristales" Cinco años pasaron desde que la profecía se llevó a Samira a un nuevo mundo. Cinco años en los que ella no ha dejado de buscar a quienes la dañaron, para tomar represalias. Sin embargo, la magia los mantenido...