LIBRO UNDÉCIMO. El átomo fraterniza con el huracán

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I

ALGUNAS ACLARACIONES SOBRE LOS ORÍGENES DE LA POESÍA DE GAVROCHE. INFLUENCIA DE UN ACADÉMICO SOBRE ESTA POESÍA


En el momento en que la insurrección, surgiendo del choque del pueblo y de la tropa delante del Arsenal, determinó un movimiento de retroceso en la multitud que seguía al féretro y que en toda la longitud de los bulevares pesaba, por decirlo así, sobre la cabeza del convoy, hubo un terrible reflujo. La columna se deshizo, las filas se rompieron, todos echaron a correr, huyeron, unos dando gritos de ataque, otros con la palidez del miedo. El gran gentío que cubría los bulevares se dividió en un abrir y cerrar de ojos, se desbordó a derecha e izquierda, y se derramó en torrentes en doscientas calles a la vez, con la impetuosidad de una esclusa abierta.

En aquel momento un niño harapiento que bajaba por la calle Ménilmontant, llevando en la mano una rama de codeso en flor, que acababa de coger en las alturas de Belleville, descubrió en el escaparate de una prendería una vieja pistola de arzón. Arrojó la rama florida sobre el empedrado y exclamó:

—Tía Fulana, os tomo prestada esta máquina.

Y echó a correr con la pistola.

Diez minutos más tarde, una ola de ciudadanos asustados que huían por la calle Amelot y la calle Basse encontró al muchacho que blandía su pistola y cantaba:

Nada se ve de noche,

y se anda a troche y moche.

De día se ve claro,

y el tropezar es raro.

Era Gavroche que se iba a la guerra.

En el bulevar, se dio cuenta de que la pistola no tenía perrillo.

¿De quién era la estrofa que le servía para marcar el paso, y todas las demás canciones que cantaba? Lo ignoramos. ¿Quién sabe? Tal vez eran suyas. Gavroche, por otra parte, estaba al corriente de todos los cantares populares en circulación, y en ellos mezclaba su propia inspiración. Duende y galopín, hacía un popurrí de las voces de la naturaleza y de las voces de París. Combinaba el canto de los pájaros con el repertorio de los talleres. Conocía a los aprendices, tribu contigua a la suya. Según parece, había sido durante tres meses aprendiz de impresor. Un día, había hecho una comisión para el señor Baour-Lormian, de la Academia. Gavroche era un pilluelo letrado.

Por lo demás, Gavroche no sospechaba que en aquella mala noche lluviosa en que había ofrecido hospitalidad en su elefante a dos niños, había representado el papel de la Providencia para sus dos hermanos. La noche había sido, primero para sus hermanos, y la madrugada para su padre. Al dejar la calle Ballets, al amanecer, había regresado apresuradamente al elefante, había extraído de él artísticamente a los dos pequeños, había compartido con ellos un almuerzo cualquiera que había inventado y luego se había ido confiándolos a la calle, esa buena madre, que casi le había criado a él. Al dejarlos, les había dado una cita para la noche en el mismo sitio, y se había despedido con este discurso: «Rompo una caña, o de otro modo dicho, me escurro, o como se dice en la Corte, desfilo. Pipiolos, si no encontráis a papá y a mamá, volved aquí a la noche. Os daré de cenar y os acostaré».

Los dos niños, recogidos por algún agente de policía y llevados al depósito, o robados por algún saltimbanqui, o simplemente perdidos en el inmenso laberinto de las calles de París, no volvieron. Los bajos fondos del mundo social en la actualidad abundan en estas huellas perdidas. Gavroche no los había vuelto a ver. Habían transcurrido diez o doce semanas desde aquella noche. Más de una vez se había acordado de aquellos pobres niños, y rascándose la cabeza se había dicho: «¿Dónde diablos estarán mis niños?».

Entretanto, había llegado con su pistola en la mano a la calle Pont-aux-Choux. Observó que en aquella calle no había más que una tienda abierta, y, cosa digna de reflexión, una tienda de bollos. Era una ocasión providencial para comer un pastelillo de manzanas antes de entrar en lo desconocido. Gavroche se detuvo, se tentó los costados, registró los bolsillos, los volvió del revés, no encontró nada en ellos, ni un sueldo, y se puso a gritar: «¡Socorro, socorro!».

Es muy duro el carecer del bocado supremo.

Gavroche no por esto se detuvo en su camino.

Dos minutos más tarde había llegado a la calle Saint-Louis. Al atravesar la calle Parc-Royal, sintió la necesidad de desquitarse del pastelillo de manzanas imposible, y gozó del inmenso placer de rasgar en pleno día los carteles de los espectáculos.

Un poco más lejos, al ver pasar a un grupo de personas bien puestas que le parecieron propietarios, alzó los hombros y escupió al azar, delante de ellos, esta bocanada de bilis filosófica:

—¡Estos rentistas, qué gordos están! ¡Cómo gozan de las buenas comidas! Preguntadles lo que hacen con su dinero. No lo saben. ¡Se lo comen! ¡Y qué! Todo se lo lleva el vientre.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora