ARGOT QUE LLORA Y ARGOT QUE RÍE
Como hemos dicho, el argot completo, el argot de hace cuatrocientos años, como el argot de hoy, está penetrado de ese tenebroso espíritu simbólico, que da a todas las palabras, ya un aspecto dolorido, ya un aire amenazador. Se descubre en ellas la antigua y terrible tristeza de los truhanes de la Corte de los Milagros, que jugaban a las cartas con naipes especiales, de los cuales se han conservado algunos. El ocho de bastos, por ejemplo, representaba un gran árbol con ocho grandes hojas de trébol, especie de personificación fantástica del bosque. Al pie del árbol se veía una hoguera, en que tres liebres asaban a un cazador en el asador, y detrás, en otra hoguera, una marmita humeante, de donde salía la cabeza de un perro.
Nada más lúgubre que estas represalias en pintura, y en una baraja, en presencia de las hogueras que quemaban a los contrabandistas, y de la caldera en que se cocían los monederos falsos. Las diversas formas que tomaba el pensamiento en el reino del argot, hasta la canción, hasta la burla, hasta la amenaza, tenían este carácter impotente y humillado.
Todas las canciones, cuya música se ha conservado alguna vez, eran humildes y lastimeras. El pigre se llamaba pobre pigre, y siempre es la liebre que se oculta; el ratón que se escapa, el pájaro que huye. Apenas reclama; se limita a suspirar; uno de sus gemidos ha llegado hasta nosotros: Mande na jabillo sasta Debel, o batu de manuces, asti traelar a desqueres chaboros y junelar desqueres bariches bi traelarse. El miserable, siempre que tiene tiempo de pensar, se hace pequeño ante la ley, y despreciable ante la sociedad: se echa boca abajo, suplica, se vuelve hacia la piedad; se conoce que sabe sus faltas.
Hacia mediados del último siglo se verificó un cambio. Las canciones de la cárcel, los ritornelos de los ladrones tomaron, por decirlo así, un gesto insolente y jovial. El quejumbroso maluré fue reemplazado por larifla. En el siglo XVIII vuelve a encontrarse en casi todas las canciones de las galeras y de los presidios, una alegría diabólica y enigmática. Se oye este estribillo estridente que parece iluminado por una luz fosfórica, y arrojado en un bosque por un fuego fatuo, tocando el pífano:
Mirlababi, surlababo,
Mirliton ribon ribette,
Surlababi, mirlababo,
Mirliton ribon ribo.
Esto se cantaba mientras se degollaba a un hombre en una cueva o en un escondrijo del bosque.
Síntoma grave. En el siglo XVIII, la antigua melancolía de esas tristes clases se disipa, se echan a reír, se burlan del gran Debel y del gran benguistano. Desde el tiempo de Luis XV llaman al rey de Francia «el marqués de Pantin». Ya están casi alegres. Una especie de ligera luz sale de estos miserables como si la conciencia no les pesase nada. Esas lastimeras tribus de la sombra no tienen ya solamente la audacia desesperada de las acciones, sino también la osadía negligente del ingenio. Indicio de que pierden el sentimiento de su criminalidad, y de que encuentran hasta entre los pensadores y los utopistas un apoyo, que desconocen ellos mismos; indicio de que el robo y el pillaje principian a infiltrarse hasta en las doctrinas y en los sofismas; de manera que pierden algo de su fealdad, prestando una gran parte de ella a los sofismas y a las doctrinas; indicio, en fin, si no se distrae esta corriente, de que se aproxima una explosión prodigiosa.
Detengámonos aquí un momento. ¿A quién acusamos? ¿Al siglo XVIII? ¿A su filosofía? No, ciertamente. La obra del siglo XVIII es sana y buena. Los enciclopedistas con Diderot a la cabeza; los fisiócratas con Turgot a la cabeza; los filósofos con Voltaire a la cabeza; los utopistas con Rousseau a la cabeza, son las cuatro legiones sagradas, a las cuales se debe el inmenso paso dado por la humanidad hacia la luz. Son las cuatro vanguardias del género humano, dirigiéndose a los cuatro puntos cardinales del progreso. Diderot a lo bello, Turgot a lo útil, Voltaire hacia lo verdadero, Rousseau hacia lo justo.
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Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...
Ficción históricaEn esta cuarta parte, aparecida el 30 de junio de 1862, encontramos a Jean Valjean viviendo con Cosette en la calle Plumet. Mientras Marius sueña e intenta localizar a su esquivo ángel, una revolución se prepara en las calles de París...