PARÍS A VISTA DE BÚHO
Un ser que hubiera planeado sobre París en aquel instante, con las alas del murciélago o del mochuelo, hubiera tenido ante sus ojos un espectáculo lúgubre.
Todo el viejo barrio de los mercados, que es como una ciudad en la ciudad, que atraviesa las calles Saint-Denis y Saint-Martin, en el que se cruzan mil callejuelas, y del que los insurgentes habían hecho su reducto y su plaza de armas, se le habría aparecido como un inmenso agujero sombrío practicado en el centro de París. Allí la mirada caía sobre un abismo. Gracias a los faroles rotos y a las ventanas cerradas, allí cesaba toda luz, toda vida, todo rumor, todo movimiento. La policía invisible del motín velaba en todas partes y mantenía el orden, es decir, la oscuridad; porque ahogar el pequeño número en una vasta oscuridad, multiplicar cada combatiente por las posibilidades que esta oscuridad contiene, es la táctica necesaria de la insurrección. Al caer el día, todas las farolas de las encrucijadas habían recibido una bala, que apagaba la luz y alguna vez también acababa con la vida de un vecino. Así pues, nada se movía. No había nada más que temor, tristeza y estupor en las casas; y en las calles una especie de horror sagrado. Ni siquiera se distinguían las largas filas de ventanas y balcones, los cañones de las chimeneas, los tejados, los vagos reflejos que aparecen siempre en el empedrado lleno de agua y de lodo. El ojo que hubiera mirado desde lo alto este conjunto de sombras hubiera entrevisto tal vez aquí y allá claridades indistintas que permitían ver líneas quebradas y extrañas, perfiles de construcciones singulares, algo semejante a resplandores que iban y venían entre las ruinas; allí estaban las barricadas. El resto era un lago oscuro, brumoso, pesado, fúnebre, por encima del cual se enderezaban las siluetas inmóviles y lúgubres de la torre de Saint-Jacques, la iglesia de Saint-Merry y otros dos o tres de esos grandes edificios que son gigantes durante el día y fantasmas por la noche.
Alrededor de aquel laberinto desierto e inquietante, en los barrios en los que la circulación parisiense no había cesado, y en los que brillaba algún farol, el observador aéreo hubiera podido distinguir el centelleo metálico de los sables y las bayonetas, el sordo rodar de la artillería y el hormigueo de los batallones silenciosos aumentando de minuto en minuto; cinturón formidable que se apretaba y se cerraba lentamente alrededor del motín.
El barrio de la insurrección no era más que una especie de monstruosa caverna; todo en él parecía dormido o inmóvil, y como acabamos de ver, cada una de sus calles no ofrecía nada más que sombras.
Sombra salvaje, repleta de trampas, llena de choques desconocidos y temibles, en la que era terrible penetrar y espantoso permanecer, en donde los que aguardaban temblaban ante los que iban a venir, y los que en ella entraban se estremecían ante los que les esperaban. Combatientes invisibles ocultos en las esquinas; las bocas del sepulcro cubiertas por la espesura de la noche. Allí no podía esperarse más claridad que la del relámpago de los fusiles, ni más aparición que la brusca y rápida de la muerte. ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo? No se sabía, pero era cierto e inevitable. Allí, en aquel lugar señalado para la lucha, el Gobierno y la insurrección, la guardia nacional y las sociedades populares, la burguesía y el motín, iban a enfrentarse a tientas. Para los unos, igual que para los otros, la necesidad era la misma. Salir de allí muertos o vencedores, ésta era la única salida posible a partir de entonces. La situación era tan extrema, la oscuridad tan impenetrable, que los más tímidos se sentían llenos de resolución y los más atrevidos de terror.
Por lo demás, había en ambos lados la misma furia, igual encarnizamiento, igual determinación. Para unos, avanzar era morir, y nadie pensaba en retroceder; para otros, permanecer era morir y ninguno pensaba en huir.
Era necesario que al día siguiente todo hubiese terminado, que el triunfo estuviese aquí o allá, que la insurrección fuese una revolución o un chispazo apagado. El Gobierno lo comprendía así, lo mismo que los partidos, lo mismo que el último ciudadano. De aquí nacía una idea de angustia que se mezclaba con la sombra impenetrable de aquel barrio, donde todo iba a decidirse; de aquí surgía un exceso de ansiedad alrededor de aquel silencio de donde iba a salir una catástrofe. No se oía más que un ruido, ruido doloroso como un gemido, amenazador como una maldición, el toque a rebato de Saint-Merry. Nada tan glacial como el clamor de aquella campana perdida y desesperada, lamentándose en las tinieblas.
Como sucede muchas veces, la naturaleza parecía haberse puesto de acuerdo con lo que los hombres iban a hacer. Nada rompía las funestas armonías de aquel conjunto. Las estrellas habían desaparecido; pesadas nubes llenaban todo el horizonte con sus pliegues melancólicos. Había un cielo negro sobre aquellas calles muertas, como si un inmenso sudario se desplegara encima de aquella inmensa tumba.
Mientras se preparaba una batalla, incluso política, en aquel mismo sitio que había visto ya tantos sucesos revolucionarios; mientras la juventud, las asociaciones secretas, las escuelas, en nombre de los principios, y la clase media en nombre de los intereses, se aproximaban para chocar, para luchar y para derribarse; mientras se aproximaba la hora decisiva de la crisis, en lo más profundo de las cavidades insondables de aquel viejo París miserable que desaparecía bajo el esplendor del París dichoso y opulento, se oía rugir sordamente la sombría voz del pueblo.
Voz terrible y sagrada que se compone del rugido de la fiera y de la palabra de Dios, que aterroriza a los débiles y que advierte a los sabios, que viene siempre de abajo, como el rugido del león, y de arriba como el retumbar del trueno.
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Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...
Narrativa StoricaEn esta cuarta parte, aparecida el 30 de junio de 1862, encontramos a Jean Valjean viviendo con Cosette en la calle Plumet. Mientras Marius sueña e intenta localizar a su esquivo ángel, una revolución se prepara en las calles de París...