IV

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COURFEYRAC TRATA DE CONSOLAR A LA VIUDA HUCHELOUP


Bahorel, extasiado al ver la barricada, exclamó:

—¡Ya está la calle cortada! ¡Qué bien está!

Courfeyrac, al mismo tiempo que demolía la taberna, trataba de consolar a la tabernera:

—Señora Hucheloup, ¿no os quejabais el otro día de que os habían llamado a juicio y declarado delincuente, porque Gibelotte había sacudido una manta por la ventana?

—Sí, mi buen señor Courfeyrac. ¡Ah! ¡Dios mío! ¿Vais a poner también esta mesa en la barricada? Y no sólo por la manta, sino también por un tiesto que se cayó desde la buhardilla a la calle, el Gobierno me ha sacado cien francos de multa. ¿No es una abominación?

—Pues bien, tía Hucheloup, nosotros os vengaremos.

Quedaba satisfecha a la manera de aquella mujer árabe que habiendo recibido un bofetón de su marido, fue a ver a su padre pidiendo venganza y diciendo: «Padre, debes a mi marido afrenta por afrenta». El padre preguntó: «¿En qué mejilla has recibido el bofetón?». «En la izquierda». El padre le dio un bofetón en la derecha y dijo: «Ya estás satisfecha. Ve a decir a tu marido que si él ha abofeteado a mi hija, yo he abofeteado a su mujer».

La lluvia había cesado. Iban llegando reclutas; los obreros habían llevado un barril de pólvora, una cesta de botellas de vitriolo, dos o tres antorchas y un canasto lleno de lamparillas, «restos de la fiesta del rey» que se había celebrado el 1.º de mayo. Se decía que enviaba estas municiones un droguero del arrabal Saint-Antoine llamado Pépin. Se rompía el único farol de la calle de la Chanvrerie, la farola de la calle Saint-Denis y todas las de las calles próximas, Mondétour, Cygne, Prêcheurs y Grande y Petite-Truanderie.

Enjolras, Combeferre y Courfeyrac lo dirigían todo. Entretanto, se construían dos barricadas más, que se apoyaban en Corinto, formando ángulo recto; la mayor cerraba la calle de la Chanvrerie, y la otra la calle Mondétour por el lado de la calle Cygne. Esta última barricada, muy estrecha, estaba construida solamente con toneles y guijarros. Había allí unos cincuenta trabajadores, una treintena de ellos con fusiles, porque al pasar habían saqueado la tienda de un armero.

Nada más extraño y abigarrado que aquella tropa.

Uno llevaba levita, un sable de caballería y dos pistolas de arzón; otro estaba en mangas de camisa, con sombrero redondo y una bolsa de pólvora colgada en un costado; un tercero estaba cubierto con un peto hecho con nueve hojas de papel y armado con lezna. Había uno que gritaba:

—¡Exterminemos hasta el último, y muramos en la punta de nuestra bayoneta!

El que decía esto no tenía bayoneta. Otro mostraba encima de su levita unas correas y una cartuchera de guardia nacional con la funda adornada con esta inscripción en lana roja: «Orden público». Portafusiles con el número de las legiones, pocos sombreros, ninguna corbata, muchos brazos desnudos, algunas picas; todas las edades, todas las fisonomías, jovencillos pálidos, obreros ennegrecidos. Todos se apresuraban, y al mismo tiempo que trabajaban, hablaban de los sucesos posibles, que se recibirían socorros a las tres de la mañana, que se contaba seguramente con un regimiento, que París se levantaría. Suposiciones terribles, con las cuales se mezclaba una especie de cordial alegría. Parecían hermanos, y ninguno sabía el nombre de los otros. Los grandes peligros tienen el privilegio de hacer fraternizar a los desconocidos.

En la cocina se había encendido lumbre, y se fundían en un molde cucharas, tenedores, toda la vajilla de estaño de la taberna; al mismo tiempo se bebía. Los pistones y las postas andaban revueltos en las mesas con los vasos de vino. En la sala de billar la señora Hucheloup, Matelote y Gibelotte, diversamente afectadas por el terror, una atontada, otra sofocada, otra excitada, rompían servilletas viejas y hacían hilas; tres insurgentes las ayudaban, tres jóvenes melenudos, barbudos y bigotudos, que deshilaban la tela con dedos de lencero y las hacían temblar.

El hombre de alta estatura que había llamado la atención de Courfeyrac, Combeferre y Enjolras en el instante en que se unía al grupo en la esquina de la calle Billettes, trabajaba en la pequeña barricada y era útil. Gavroche trabajaba en la grande. En cuanto al joven que había esperado a Courfeyrac en su casa, y le había preguntado por Marius, había desaparecido poco después del momento en que había sido detenido el ómnibus.

Gavroche, completamente entusiasmado y radiante, iba y venía, subía y bajaba, metía ruido, brillaba; parecía que estaba allí para animarlos a todos... ¿Tenía algún aguijón? Sí, ciertamente: su miseria. ¿Tenía alas? Sí, su alegría. Gavroche era un torbellino. Se le veía sin cesar; se le oía continuamente; llenaba todo el espacio, encontrándose en todas partes a la vez; era una especie de ubicuidad casi irritante; no había nada que pudiese detenerle, la enorme barricada sentía su acción. Molestaba a los transeúntes, excitaba a los perezosos, reanimaba a los fatigados, impacientaba a los pensativos, alegraba a unos, esperanzaba a otros, encolerizaba a algunos, y ponía en movimiento a todos; pinchaba a un estudiante, mordía a un obrero, se paraba, volvía enseguida a su trabajo, volaba por encima del tumulto y del esfuerzo, saludaba a éstos y aquéllos, murmuraba, zumbaba y hostigaba a toda aquella multitud inmensa.

Con sus pequeños brazos dominaba el movimiento perpetuo, y de sus pequeños pulmones salía el clamor perpetuo:

—¡Bravo! ¡Más adoquines! ¡Más toneles! ¡Unos maderos! ¿Dónde hay? Una mano de yeso para cubrir este agujero. Es muy pequeña esta barricada, es preciso que suba más. Ponedlo todo, metedlo todo, colocadlo todo. Demoled la casa. Mirad, ahí tenéis una puerta vidriera.

Esto hizo exclamar a los trabajadores:

—¿Una puerta vidriera? ¿Qué quieres que hagamos con una puerta vidriera, tubérculo?

—¡Tubérculos vosotros! —exclamó Gavroche—. Una puerta vidriera en una barricada es una cosa excelente: no impide el ataque, pero es un obstáculo para tomarla. ¿Es que no habéis birlado nunca manzanas por encima de una valla erizada de vidrios? Una puerta vidriera corta los callos de los guardias nacionales cuando quieren subir a la barricada. ¡Pardiez! ¡El vidrio es muy traidor! ¡Ah, no tenéis imaginación libre, camaradas!

Por lo demás, estaba furioso con su pistola sin gatillo; iba de uno a otro pidiendo:

—¡Un fusil! ¡Quiero un fusil! ¿Por qué no se me da un fusil?

—¿Un fusil a ti? —inquirió Combeferre.

—¡Toma! —replicó Gavroche—. ¿Por qué no? ¡Tuve uno en 1830, cuando se luchaba contra Carlos X!

Enjolras se encogió de hombros.

—Cuando los haya para los hombres, se darán a los niños.

Gavroche se volvió tímidamente y le respondió:

—Si te matan antes que a mí, cogeré el tuyo.

—¡Pilluelo! —dijo Enjolras.

—¡Blanquillo! —respondió Gavroche.

Un elegante extraviado que paseaba por el extremo de la calle cortó esta disputa.

Gavroche le gritó:

—¡Venid con nosotros, joven! ¿Es que no se ha de hacer nada por esta vieja patria?

El elegante huyó.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora