LIBRO TERCERO. La casa de la calle Plumet

29 2 0
                                    

I

LA CASA SECRETA


A mediados del siglo pasado, un presidente del Parlamento de París, que tenía una amante y se escondía, pues en esa época los grandes señores mostraban a sus amantes y los burgueses las escondían, hizo construir «una pequeña casa» en el arrabal Saint-Germain, en la desierta calle Blomet, que hoy se llama calle Plumet, no lejos del lugar al que denominaban entonces el Combate de los Animales.

La citada casa se componía de un pabellón con dos plantas, de dos salas en la planta baja y dos habitaciones en el primer piso; abajo, una cocina, y arriba, un tocador, bajo el techo un granero, y el conjunto precedido por un jardín con ancha verja que daba a la calle. Este jardín tenía aproximadamente una fanega. Esto era todo lo que los transeúntes podían entrever; pero detrás del pabellón había un patio estrecho, y al fondo del patio una vivienda de dos habitaciones sobre un sótano, especie de escondite destinado a ocultar, en caso necesario, a un niño y una nodriza. Esta vivienda comunicaba por atrás, por medio de una puerta oculta, con un largo pasillo estrecho, pavimentado, sinuoso, a cielo abierto, bordeado de dos altos muros, el cual, escondido con un arte prodigioso, y como perdido entre los cercados de los jardines y huertos cuyos ángulos seguía, iba a desembocar a otra puerta igualmente secreta, que se abría a una media legua de allí, casi en otro barrio, en el extremo solitario de la calle Babylone.

El señor presidente se introducía por allí, las personas que le hubieran espiado y seguido, y que hubiesen observado que el señor presidente iba todos los días misteriosamente a alguna parte, no habrían podido sospechar que ir a la calle Babylone era ir a la calle Blomet. Gracias a unas hábiles compras de terrenos, el ingenioso magistrado había podido realizar este trabajo de vía secreta hacia su casa, sobre su propio terreno, y, por consiguiente, sin control. Más tarde, había revendido por parcelas, por jardines, por huertas, los lotes de tierra vecinos al corredor, y los propietarios de estos lotes creían tener ante los ojos un muro de separación, y no sospechaban la existencia de aquella larga cinta de empedrado que serpenteaba entre dos murallas, entre sus parterres y sus huertos. Solamente los pájaros veían tal curiosidad. Es probable que las currucas y los abejarucos del siglo pasado hayan murmurado mucho acerca del señor presidente.

El pabellón, construido en piedra conforme al gusto de Mansart, artesonado y amueblado al estilo de Watteau, rocalla en el interior, peluca en el exterior, rodeado de un triple cercado de flores, ofrecía un aspecto más bien discreto, coquetón y solemne, como corresponde a un capricho del amor y de la magistratura.

Tal casa y tal pasillo, que hoy han desaparecido, existían aún hace una quincena de años. En el 93, un calderero había comprado la casa para demolerla, pero no habiendo podido pagar el precio, la nación le puso en quiebra. De modo que fue la casa la que demolió al calderero. Desde entonces, permaneció deshabitada y cayó lentamente en ruinas, como toda casa a la que la presencia del hombre no comunica la vida. Había permanecido amueblada con sus viejos muebles, estando siempre en venta o para alquiler, y las diez o doce personas que anualmente pasaban por la calle Plumet eran advertidas de este detalle por medio de un rótulo amarillo e ilegible colgado de la verja del jardín desde 1810.

Hacia fines de la Restauración, esos mismos transeúntes pudieron advertir que el cartel había desaparecido y que incluso los postigos del primer piso se hallaban abiertos. La casa, en efecto, estaba ocupada. Las ventanas tenían «pequeñas cortinas», signo de que allí había una mujer.

En el mes de octubre de 1829, un hombre de cierta edad se había presentado y alquilado la casa tal como estaba, comprendido, por supuesto, el cuerpo trasero de la vivienda y el pasillo que iba a desembocar en la calle Babylone. Había hecho restaurar las dos puertas secretas de este pasaje. La casa, acabamos de indicarlo, estaba todavía amueblada con los viejos muebles del presidente; el nuevo inquilino había ordenado algunas reparaciones, añadido aquí y allá lo que faltaba, pavimentado de nuevo el patio, hecho poner ladrillos en los embaldosados, peldaños en la escalera, piezas en los parquets y cristales en las ventanas, y, por último, había ido a instalarse allí con una joven y una sirvienta de edad, sin ruido, más bien como alguien que se desliza que como alguien que entra en su propia casa. Los vecinos no hablaron de ello, por la razón de que no había vecinos.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora