VII

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 EL CORAZÓN JOVEN Y EL CORAZÓNVIEJO FRENTE A FRENTE


El señor Gillenormand tenía entonces noventa y un años cumplidos. Vivía, como siempre, con la señorita Gillenormand, en la calle Filles-du-Calvaire, número 6, en aquella vieja casa que era suya. Era, como se recordará, uno de esos viejos rancios que esperan la muerte con entereza, que cargan con los años sin doblegarse, y no se encorvan ni aun con los pesares.

Sin embargo, desde hacía algún tiempo, su hija se decía: «Mi padre va decayendo». Ya no abofeteaba a las criadas; no golpeaba con el bastón la puerta de la escalera ni gritaba cuando Basque tardaba en abrirle. La Revolución de Julio apenas le había exasperado por espacio de seis meses. Había leído casi con tranquilidad en el Moniteur estas palabras: «El señor Humblot-Conté, par de Francia». El hecho es que el anciano estaba abatido. No se doblegaba, no se rendía, pues esto era imposible, así en su naturaleza física como en la moral; pero se sentía desfallecer interiormente.

Hacía cuatro años que esperaba a Marius a pie firme, ésta es la frase, con la convicción de que aquel pequeño picarón extraviado llamaría un día u otro a su puerta; ahora, en algunos momentos tristes, llegaba a decirse que por poco que Marius tardase en venir... Y no era la muerte lo que temía, era la idea de que tal vez no volvería a ver a Marius. No volver a ver a Marius era un triste y nuevo temor que no se le había presentado nunca hasta entonces; esta idea que empezaba a aparecer en su cerebro le dejaba helado.

La ausencia, como sucede siempre en los sentimientos naturales y verdaderos, sólo había conseguido aumentar su cariño de abuelo hacia el nieto ingrato que se había marchado con tanta indiferencia. En las noches de invierno, cuando el termómetro marca diez grados bajo cero, es cuando más se piensa en el sol. El señor Gillenormand era, o lo creía por lo menos, incapaz de dar un paso hacia su nieto. «Antes moriré», decía. No encontraba en sus hechos ninguna culpa, pero sólo pensaba en Marius con un enternecimiento profundo y el mudo desespero de un viejo que anda en las tinieblas.

Empezó a perder los dientes, lo cual aumentó su tristeza.

El señor Gillenormand, sin confesárselo, lo cual le hubiera enfurecido y avergonzado, no había amado a ninguna querida tanto como a Marius.

Había hecho colocar en su habitación, cerca de la cabecera de la cama, como la primera cosa que quería ver al despertar, un antiguo retrato de su otra hija, la que había muerto, la señora Pontmercy, retrato hecho cuando tenía dieciocho años. Contemplaba sin cesar aquel retrato. Un día dijo mirándolo:

—Encuentro que él se le parece.

—¿A mi hermana? —dijo la señorita Gillenormand—. Sí, se le parece.

Una vez, estando sentado con las rodillas juntas y los ojos casi cerrados, en una actitud de abatimiento, su hija se atrevió a decirle:

—Padre, ¿seguís tan enfadado con él?

Y se detuvo, no atreviéndose a seguir más lejos.

—¿Con quién? —preguntó.

—Con el pobre Marius.

El señor Gillenormand alzó su vieja cabeza, puso su puño delgado y arrugado sobre la mesa y gritó con su acento más vibrante e irritado:

—¡Pobre Marius, decís! Ese señor es un pillo, un mal pícaro, un pequeño vanidoso ingrato, sin corazón, sin alma, orgulloso; un mal hombre.

Y se volvió para que su hija no viese una lágrima que tenía en los ojos.

Tres días después, rompió un silencio que duraba desde hacía cuatro horas para decirle a su hija a quemarropa:

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora