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 DONDE EL PEQUEÑO GAVROCHE SACA PARTIDO DE NAPOLEÓN EL GRANDE


La primavera en París suele verse interrumpida por brisas ásperas y duras que dejan a uno, no helado precisamente, pero sí aterido de frío; estas brisas entristecen los más hermosos días y causan el mismo efecto que esos soplos de aire frío que en un cuarto templado penetran por los huecos de las ventanas o de las puertas mal cerradas. Parece que la sombría puerta del invierno hubiera quedado entreabierta y que el viento se colase por ahí. En la primavera de 1832, época en que estalló la primera gran epidemia de ese siglo en Europa, tales brisas eran más ásperas y punzantes que nunca. Una puerta más glacial aún que la del invierno se había entreabierto. Era la puerta del sepulcro. En aquellas brisas se olía el aliento del cólera.

Desde el punto de vista meteorológico, aquellos vientos fríos tenían la particularidad de que no excluían una fuerte tensión eléctrica. Frecuentes tormentas, acompañadas de relámpagos y truenos, estallaron en aquella época.

Una noche en que dichas brisas soplaban duramente, hasta el punto de que parecía haber vuelto el mes de enero, y los parisienses se habían vuelto a poner el abrigo, el pequeño Gavroche, temblando alegremente de frío bajo sus harapos, permanecía de pie y como en éxtasis delante de la tienda de un peluquero de los alrededores de Orme-Saint-Gervais. Llevaba un pañuelo de lana, de mujer, cogido no sabemos dónde, con el cual se había hecho un tapaboca. El pequeño Gavroche parecía que estaba admirando profundamente una figura de novia de cera, escotada y tocada con flores de naranjo, que giraba detrás del escaparate, mostrando su sonrisa a los transeúntes entre dos quinqués; pero, en realidad, observaba la tienda, con objeto de ver si podía «birlar» del escaparate una pastilla de jabón para ir a venderla enseguida por un sueldo a un «peluquero» de las afueras. Muchos días almorzaba con el producto de una de esas pastillas. A este género de trabajo, para el que tenía talento, le llamaba «hacer la barba a los barberos».

Mientras contemplaba la figurilla de cera, mirando la pastilla, decía entre dientes: «Martes. No es martes. ¿Es martes? Tal vez es martes. Sí, es martes».

Nunca se ha sabido a qué se refería con este monólogo.

Si por casualidad se refería a la última vez que había comido, hacía ya tres días, porque era viernes.

El barbero, en su tienda templada con una buena estufa, afeitaba a un parroquiano, y lanzaba de vez en cuando una mirada de reojo a aquel enemigo, a aquel pilluelo helado y descarado que tenía las dos manos metidas en los bolsillos, pero el espíritu evidentemente fuera del cuerpo.

Mientras Gavroche examinaba la muñeca, el escaparate y el Windsor-soaps, dos niños de estatura desigual, vestidos con limpieza y menores que él, uno como de unos siete años y el otro de cinco, hicieron girar tímidamente el picaporte y entraron en la tienda pidiendo algo, una limosna tal vez, con un murmullo lastimero, que parecía más bien un gemido que una súplica. Hablaban ambos a la vez, y sus palabras resultaban ininteligibles, porque los sollozos ahogaban la voz del menor y el frío hacía castañetear los dientes al mayor. El barbero se volvió con rostro airado, y sin abandonar la navaja, empujando al mayor con la mano izquierda y al menor con la rodilla, los llevó hasta la calle y cerró la puerta diciendo:

—¡Venir a enfriarnos para nada!

Los dos niños echaron a andar llorando. A todo esto había aparecido una nube; empezaba a llover. El pequeño Gavroche corrió tras ellos y los abordó:

—¿Qué tenéis, chiquillos?

—No sabemos dónde dormir —respondió el mayor.

—¿Y eso es todo? —dijo Gavroche—. ¡Vaya qué gran cosa! ¿Se llora acaso por tan poca cosa? ¡Sois unos necios!

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora