III

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 APARICIÓN DE MABEUF


Marius ya no iba a casa de nadie, únicamente, a veces le sucedía que se encontraba con Mabeuf.

Mientras que Marius descendía lentamente estos grados lúgubres que se podrían llamar la escalera de las cuevas, y que conducen a lugares sin luz donde se oyen a las horas andar por encima de uno, el señor Mabeuf descendía a su vez.

La Flora de Cauteretz ya no se vendía en absoluto. Las experiencias sobre el añil no habían tenido éxito en el pequeño jardín de Austerlitz, que estaba mal expuesto. El señor Mabeuf no podía cultivar allí más que algunas plantas raras amantes de la humedad y la sombra. Sin embargo, no se descorazonaba. Había obtenido un rincón de tierra en el Jardín Botánico, muy bien expuesto, para hacer «a sus expensas» ensayos con el añil. Para ello había puesto los cobres de su Flora en el Monte de Piedad. Había reducido su comida a dos huevos, y dejaba uno para su vieja sirvienta, a quien no pagaba desde hacía quince meses. Y a menudo su almuerzo era su única comida. Ya no reía con su risa infantil, se había vuelto moroso y ya no recibía visitas. Marius acertaba al no pensar en volver. Algunas veces, a la hora en que el señor Mabeuf iba al Jardín Botánico, el anciano y el joven se cruzaban en el bulevar del Hospital. No se hablaban, y se hacían un signo con la cabeza, tristemente. Cosa dolorosa, ¡hay un momento en que la miseria desune! Eran dos amigos y semejaban dos transeúntes.

El librero Royol había muerto. El señor Mabeuf no conocía más que sus libros, su jardín y su añil; eran las tres formas que para él habían adquirido la felicidad, el placer y la esperanza. Esto le bastaba para vivir. Se decía: «Cuando haya conseguido mis bolas azules, seré rico, retiraré mis cobres del Monte de Piedad, volveré a poner en boga mi Flora, con charlatanismo y anuncios en los periódicos, y compraré, sé bien dónde, un ejemplar del Arte de navegar, de Pedro de Medina, edición de 1559». Entretanto, trabajaba durante todo el día en su cuadro de añil, y por la noche regresaba a su casa para regar el jardín y leer sus libros. El señor Mabeuf tenía en aquella época casi ochenta años.

Una noche tuvo una singular aparición.

Había regresado cuando aún era de día. La señora Plutarco, cuya salud se alteraba, estaba enferma y acostada. Había cenado con un hueso en el que quedaba un poco de carne, y con un pedazo de pan que había encontrado en la mesa de la cocina, y se había sentado sobre un mojón de piedra volcado que hacía de banco en su jardín.

Cerca del banco se alzaba, como en los viejos jardines-huertos, una especie de gran baúl muy deteriorado, madriguera en la planta baja, frutero en el primer piso. No había ningún conejo en la madriguera, pero había algunas manzanas en el frutero. Restos de la provisión de invierno.

El señor Mabeuf se había puesto a hojear y a leer, con ayuda de sus lentes, dos libros que le apasionaban, e incluso, cosa muy grave a su edad, le preocupaban. Su timidez natural le volvía propicio a una cierta aceptación de las supersticiones. El primero de estos libros era el famoso tratado del presidente Delancre Sobre la inconstancia de los demonios, el otro era el in-quarto de Mutor de la Rubaudière Sobre los diablos de Vauvert y los gobelinos de la Bièvre. Este último libro le interesaba muchísimo, porque su jardín había sido uno de los terrenos antiguamente frecuentados por los gobelinos. El crepúsculo empezaba a blanquear lo que está en lo alto y a oscurecer lo que está abajo. Por encima del libro que sostenía en la mano, el tío Mabeuf contemplaba sus plantas, sobre todo un rododendro magnífico que constituía uno de sus consuelos; cuatro días de bochorno, de viento y de sol, sin una gota de lluvia, acababan de transcurrir; los tallos se doblaban, las yemas se inclinaban, las hojas caían, todo aquello tenía necesidad de ser regado; el rododendro, sobre todo, estaba triste. Mabeuf era uno de esos seres para quienes las plantas tienen alma. El anciano había trabajado durante todo el día en su cuadrado de añil, estaba agotado de cansancio; no obstante, se levantó, dejó los libros sobre el banco y echó a andar inclinado, con pasos vacilantes, hacia el pozo, pero cuando hubo cogido la cadena, no pudo tirar de ella lo bastante como para descolgarla. Entonces se volvió y alzó una mirada de angustia hacia el cielo que se llenaba de estrellas.

La noche tenía esa serenidad que abruma al hombre bajo no sé qué lúgubre y eterna alegría. La noche prometía ser tan árida como lo había sido el día.

«¡Estrellas por todas partes! —pensaba el viejo—; ¡ni la más pequeña nube!, ¡ni una lágrima de agua!».

Y su cabeza, que se había erguido un instante, volvió a caer sobre su pecho.

Tornó a levantarla, y miró de nuevo al cielo, murmurando:

—¡Una lágrima de rocío!, ¡un poco de piedad!

Trató una vez más de descolgar la cadena del pozo y no pudo.

En aquel instante oyó una voz que decía:

—Señor Mabeuf, ¿queréis que os riegue el jardín?

Al mismo tiempo, un rumor de bestia salvaje que pasa se oyó en el matorral, y del mismo vio salir una chica flaca que se enderezó ante él, mirándole atrevidamente. Aquello se parecía menos a un ser humano que a una forma surgida del crepúsculo.

Antes de que Mabeuf —que se asustaba fácilmente y que tenía el terror fácil, como hemos dicho— hubiera podido responder una sílaba, aquel ser, cuyos movimientos tenían en la oscuridad una especie de extraña brusquedad, había descolgado la cadena, sumergido y retirado el cubo y llenado la regadera, y el buen hombre veía a aquella aparición, que tenía los pies desnudos y una falda de harapos, correr entre los parterres, distribuyendo la vida a su alrededor. El ruido de la regadera sobre las hojas llenaba el alma de Mabeuf de dicha. Le parecía ahora que el rododendro era feliz.

Una vez vacío el primer cubo, la joven llenó otro, y luego un tercero. Regó todo el jardín.

Al verla andar así por los paseos donde su silueta semejaba negra, agitando sobre sus largos brazos angulosos su harapiento chal, tenía un no sé qué de murciélago.

Cuando hubo terminado, Mabeuf se acercó con lágrimas en los ojos, y le puso la mano en la frente.

—Dios os bendecirá —dijo—, sois un ángel, puesto que os cuidáis de las flores.

—No —repuso ella—, soy el diablo, pero no importa.

El anciano exclamó, sin atender, y sin esperar respuesta:

—¡Qué pena que sea tan desgraciado y tan pobre, y que no pueda hacer nada por vos!

—Podéis hacer algo —dijo.

—¿Qué?

—Decirme dónde vive el señor Marius.

El anciano no comprendió.

—¿Qué señor Marius?

Alzó su mirada vidriosa, y pareció buscar algo que se había desvanecido.

—Un joven que antes venía aquí.

Mientras, el señor Mabeuf había recordado.

—¡Ah, sí...! —exclamó—. Ya sé a quién os referís. ¡Esperad!, el señor Marius... el barón Marius Pontmercy, ¡pardiez! Vive... o, mejor dicho, ya no vive... Ah, no sé.

Mientras hablaba, se había inclinado para sujetar una rama del rododendro. Continuó:

—Oíd, ya recuerdo. Pasa a menudo por el bulevar, y va hacia el lado de la Glacière. Calle Croulebarbe. El campo de la Alondra. Id por allí. No será difícil encontrarle.

Cuando el señor Mabeuf se incorporó, ya no había nadie, la joven había desaparecido.

Decididamente, sintió un poco de miedo.

«En verdad —pensó—, si mi jardín no estuviera regado, creería que era un espíritu».

Una hora más tarde, cuando estuvo acostado, recordó esto, y mientras se dormía, en ese instante turbador en que el pensamiento, semejante a ese pájaro fabuloso que se convierte en pez para cruzar el mar, toma poco a poco la forma del sueño para atravesar el sueño, se decía confusamente: «De hecho, esto se parece mucho a lo que Rubaudière cuenta de los gobelinos. ¿Sería un gobelino?».

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora