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 ORIGINALIDAD DE PARÍS


Desde hacía dos años, según hemos dicho, París había visto más de una insurrección. Fuera de los barrios sublevados, nada es de ordinario más extrañamente tranquilo que la fisonomía de París durante un motín. París se acostumbra muy deprisa a todo —un motín no es más que un motín— y París tiene tantos asuntos que no se ocupa de una cosa tan pequeña. Sólo estas ciudades colosales pueden ofrecer tales espectáculos; sólo estos inmensos centros de población pueden contener en su recinto a un mismo tiempo la guerra civil y una extraña tranquilidad.

Por costumbre, cuando empieza la insurrección, cuando se oye el tambor, el toque de llamada, la generala, el tendero se limita a decir:

—Parece que hay jarana en la calle Saint-Martin.

O:

—En el arrabal Saint-Antoine.

Y algunas veces, añade con indiferencia:

—Por ahí, en alguna parte.

Después, cuando se oye el estrépito horrible y lúgubre de la fusilería y de las descargas por pelotones, el tendero dice:

—¡Se va calentando! ¡Calla! ¡Se va calentando la cosa!

Un momento después, si se aproxima el motín, cierra apresuradamente su tienda y se pone enseguida el uniforme; es decir, pone a buen recaudo sus mercancías y en peligro su persona.

Mientras se dispara en una encrucijada, en un pasaje, en un callejón, mientras se toman y se pierden barricadas, y corre la sangre, y la metralla acribilla todas las fachadas de las casas, las balas matan a los vecinos en sus dormitorios y los cadáveres se amontonan en las calles, también se oye el choque de las bolas de un billar a algunos pasos.

Los teatros abren sus puertas y representan vodeviles; los curiosos hablan y ríen a dos pasos de esas calles en las que reina la guerra; los coches hacen sus viajes normales; los vecinos se van a comer; y algunas veces, esto sucede en el mismo barrio en que se lucha. En 1831, se detuvo una descarga para dejar pasar una boda.

Cuando la insurrección de mayo de 1839, en la calle Saint-Martin un viejo achacoso que llevaba un carretón con un trapo tricolor y lleno de garrafas de un líquido cualquiera, iba y venía de una barricada a la tropa, y de la tropa a la barricada, ofreciendo indistintamente refrescos a la anarquía y al Gobierno.

No hay nada más extraño; pero esto es el carácter propio de los motines de París, que no se encuentra en ninguna otra capital. Porque para eso son precisas dos cosas: la grandeza y la alegría de París. Es necesario que sea la ciudad de Voltaire y de Napoleón.

Esta vez, sin embargo, en la alarma del 5 de junio de 1832, la gran urbe sintió algo que era tal vez más fuerte que ella. Tuvo miedo. Viose en todas partes, en los barrios más alejados y en los más indiferentes, que las puertas y ventanas permanecían cerradas en pleno día. Los valientes se armaron y los cobardes se ocultaron. El transeúnte indiferente u ocupado desapareció; muchas calles estaban desiertas como a las cuatro de la madrugada. Referíanse en todas partes rumores alarmantes, noticias fatales. Que «ellos» se habían apoderado del banco; que sólo en el claustro de Saint-Merry había seiscientos, retirados y parapetados en la iglesia; que la tropa de línea no inspiraba confianza; que Armand Carrel había ido a ver al mariscal Clauzel, y que el mariscal le había dicho: «Contad primero con un regimiento»; que Lafayette estaba enfermo, pero que sin embargo les había dicho: «Estoy con vosotros. Os seguiré a todas partes, mientras haya sitio para una silla»; que era necesario estar apercibido, porque por la noche habría gente que saquearía las casas aisladas en los lugares desiertos de París (en esto se descubría la imaginación de la policía, esa Anne Radcliffe mezclada con el Gobierno); que se había establecido una batería en la calle Aubry-le-Boucher; que Lobau y Bugeaud estaban de acuerdo, y que a medianoche o al rayar el día, lo más tarde, marcharían a un tiempo cuatro columnas contra el centro del motín, la primera desde la Bastilla, la segunda desde la puerta Saint-Martin, la tercera desde la plaza de la Grève y la cuarta desde los mercados; que quizá también las tropas evacuarían París, y se retirarían al Campo de Marte; que no se sabía lo que sucedería, pero que sería algo muy grave. Discurrían mucho sobre las vacilaciones del mariscal Soult. ¿Por qué no atacaba enseguida? Era evidente que estaba muy pensativo. El viejo león parecía olfatear en aquella sombra un monstruo desconocido.

Llegó la noche; los teatros no se abrieron; las patrullas circulaban con aire irritado; se registraba a los transeúntes; se detenía a los sospechosos. A las ocho, había más de ochocientas personas presas; la prefectura estaba llena; la Conciergerie atestada; la Force rebosante. En la Conciergerie en particular, el gran subterráneo, que se llama la calle de París, estaba cubierto de sacos de paja, sobre los cuales yacían un montón de prisioneros a quienes el hombre de Lyon, Lagrange, arengaba con valor. Aquella paja, movida por los presos, hacía el ruido de un aguacero. En otras partes los presos estaban en los patios, unos sobre otros. En otros sitios, reinaba la ansiedad y el temor del día de mañana.

Se fortificaban las casas; las mujeres y las madres estaban inquietas; no se oía más que esto: «¡Dios mío, aún no ha vuelto!». Sólo a lo lejos se oía rodar algún coche. Se oían, al pasar por las puertas, rumores, gritos, tumultos, ruidos sordos y confusos, palabras sueltas: «Debe ser la caballería»; o bien: «Son los furgones que galopan»; los clarines, los tambores, la fusilería, y sobre todo el toque a rebato de Saint-Merry. Oíase el cañón. Los hombres salían por detrás de una esquina y desaparecían gritando: «¡Meteos en casa!». Y todos se apresuraban a echar los cerrojos en las puertas. Algunos preguntaban: «¿En qué acabará todo esto?». Por momentos, a medida que la noche iba cayendo, París parecía colorearse más lúgubremente con el formidable fulgor del motín.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora