VII

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EL HOMBRE RECLUTADO EN LA CALLE BILLETTES


La noche había caído ya completamente, y nadie se acercaba. No se oían más que rumores confusos, y por instantes, descargas de fusilería, pero raras, poco nutridas y lejanas. Esta relativa calma, que se prolongaba, era señal de que el Gobierno se tomaba tiempo y reunía sus fuerzas. Aquellos ciento cincuenta hombres esperaban a sesenta mil.

Enjolras se sintió poseído de la impaciencia que alcanza a las almas fuertes en el umbral de acontecimientos temibles. Fue a buscar a Gavroche, que se había puesto a fabricar cartuchos en la sala de la planta baja, a la claridad dudosa de dos velas, colocadas sobre el mostrador por precaución, a causa de la pólvora extendida sobre las mesas. Aquellas dos velas no arrojaban luz alguna hacia el exterior. Los insurgentes, además, tenían cuidado de no encender luz en los pisos superiores.

El hombre de la calle Billettes acababa de entrar en la sala y había ido a sentarse a la mesa menos iluminada. Estaba provisto de un fusil de munición del mayor modelo, que mantenía entre sus piernas. Gavroche, hasta aquel instante, distraído con cien cosas «divertidas», ni siquiera había visto a aquel hombre.

Cuando entró, Gavroche le siguió maquinalmente con los ojos, admirando su fusil, y luego, bruscamente, cuando el hombre se sentó, el niño se levantó. Si alguien hubiera espiado a ese hombre, le habría visto observarlo todo, en la barricada y en la banda de insurgentes, con una atención singular, pero desde que había entrado en la sala, se había sumergido en el recogimiento, y parecía no ver nada de lo que sucedía. El pilluelo se acercó a aquel personaje pensativo, y se puso a dar vueltas a su alrededor de puntillas, como se hace cuando no se quiere despertar a alguien.

Al mismo tiempo, sobre un rostro infantil, a la vez tan descarado y serio, tan despreocupado y profundo, tan alegre y entusiasta, se fueron pintando sucesivamente todos esos gestos de viejo que significan: ¡Ah! ¡Bah! ¡No es posible! ¡Deliro! ¿Será él...? ¡No, no lo es! Pero sí. ¡Pero no! Gavroche se balanceaba sobre sus talones, crispaba sus puños en los bolsillos, movía el cuello como un pájaro, y empleaba en un gesto de desprecio toda la sagacidad de su labio inferior. Estaba estupefacto, incierto, incrédulo, convencido, trastornado. Tenía la fisonomía de un jefe de eunucos en el mercado de esclavas, al descubrir una Venus entre feas; de un aficionado y entendido en pintura examinando una obra de Rafael entre un montón de cuadros viejos. En él trabajaban a un tiempo el instinto que olfatea y la inteligencia que combina. Era evidente que se acercaba un acontecimiento para Gavroche.

En lo más profundo de esta preocupación, Enjolras le abordó:

—Tú eres pequeño, y no te verán. Sal de las barricadas, deslízate a lo largo de las casas, explora un poco las calles y vuelve a decirme lo que pasa.

Gavroche se enderezó al oír esto.

—¡Los pequeños sirven, pues, para algo! ¡Es una felicidad! ¡Ya voy! Mientras tanto, confiad en los pequeños, desconfiad de los grandes... —Y alzando la cabeza y bajando la voz, añadió, señalando al hombre de la calle Billettes—: ¿Veis a este grande?

—Sí. ¿Y qué?

—¡Es un espía!

—¿Estás seguro?

—Aún no hace quince días que me bajó de las orejas de la cornisa de Pont-Royal, donde estaba tomando el fresco.

Enjolras abandonó vivamente al pilluelo y murmuró algunas palabras en voz muy baja a un obrero del puesto que estaba allí. El obrero salió de la sala y regresó casi inmediatamente acompañado de otros tres. Aquellos cuatro hombres, cuatro mozos de grandes espaldas, fueron a colocarse detrás de la mesa en que estaba el hombre de la calle Billettes. Estaban visiblemente dispuestos a arrojarse sobre él.

Entonces, Enjolras se acercó al hombre y le preguntó:

—¿Quién sois?

Ante esta pregunta brusca, el hombre tuvo un sobresalto.

Sumergió su mirada hasta el fondo de los cándidos ojos de Enjolras, y pareció que adivinaba su pensamiento. Mostró entonces una sonrisa, la más desdeñosa, la más enérgica y la más resuelta del mundo, y respondió con altiva gravedad:

—¡Veo que...!

—¿Sois espía?

—Soy agente de la autoridad.

—¿Os llamáis?

—Javert.

Enjolras hizo una señal a los cuatro hombres. En un abrir y cerrar de ojos, antes de que Javert hubiera tenido tiempo de volverse, fue cogido por el cuello, derribado y registrado.

Se le encontró encima una pequeña tarjeta redonda pegada entre dos vidrios, la cual tenía por un lado las armas de Francia grabadas con esta leyenda: «Seguridad y vigilancia», y en la otra, esto: «Javert, inspector de policía, edad: cincuenta y dos años», y la firma del prefecto de policía de entonces, el señor Gisquet.

Además tenía su reloj y su bolsillo, que contenía algunas monedas de oro. Le dejaron el bolsillo y el reloj. Detrás del reloj, en el fondo del bolsillo, descubrieron por el tacto, un papel que había sido doblado. Enjolras leyó en él estas cuatro líneas, escritas de mano del prefecto de policía: «El inspector Javert, así que haya cumplido su misión política, comprobará por medio de una vigilancia especial si es verdad que algunos malhechores andan vagando por las cuestas de la orilla derecha, cerca del puente de Iéna».

Terminado el registro, levantaron a Javert, le ataron los brazos detrás de la espalda y le sujetaron en medio de la sala, a aquel célebre poste que había dado antiguamente nombre a la taberna.

Gavroche, que había asistido a toda la escena, y lo había aprobado todo con un movimiento silencioso de cabeza, se acercó a Javert y le dijo:

—Amigo, el ratón ha cogido al gato.

Todo había sido ejecutado con tanta rapidez que ya estaba concluido cuando empezaron a notarlo en la taberna. Javert no había lanzado ni un grito. Al ver a Javert sujeto al poste, Courfeyrac, Bossuet, Joly, Combeferre y los hombres dispersos por las dos barricadas acudieron presurosamente.

Javert, recostado en el poste, y tan rodeado de cuerdas que no podía hacer ni un movimiento, levantaba la cabeza con la serenidad intrépida del hombre que no ha mentido nunca.

—Es un espía —dijo Enjolras. Y volviéndose hacia Javert—: Seréis fusilado dos minutos antes de que tomen la barricada.

Javert replicó con su más imperioso acento:

—¿Y por qué no inmediatamente?

—Economizamos pólvora.

—Entonces matadme de una puñalada.

—Espía —dijo Enjolras—, somos jueces, no asesinos. —Luego llamó a Gavroche—: ¡Tú!, ve a tu asunto. Haz lo que te he dicho.

—Voy —dijo Gavroche. Y deteniéndose en el momento de partir, añadió—: A propósito, ¡me daréis su fusil! Os dejo al músico y me llevo el clarinete.

El pilluelo hizo el saludo militar y atravesó alegremente la abertura de la gran barricada.

Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora