GRIETAS EN LOS CIMIENTOS
En el momento en que el drama que relatamos va a penetrar en la espesura de una de las trágicas nubes que cubren los principios del reinado de Luis Felipe, era preciso que no hubiera equívocos, y era necesario que este libro se refiriera a este rey.
Luis Felipe había entrado en la autoridad real sin violencia, sin acción directa por su parte, por el hecho de un giro revolucionario, evidentemente muy distinto del objeto real de la revolución, pero en el cual él, duque de Orleans, no tenía ninguna iniciativa personal. Había nacido príncipe, y se creía elegido rey. No se había adjudicado a sí mismo este mandato; tampoco se lo había tomado; se lo ofrecieron, y él lo había aceptado; convencido, equivocadamente, es cierto, pero convencido de que el ofrecimiento se hacía según el derecho y la aceptación según el deber. De ahí una posesión de buena fe. Pero, lo declaramos con toda conciencia, estando Luis Felipe de buena fe en su posesión, y la democracia en su ataque, la cantidad de terror que se desprende de las luchas sociales no grava ni al rey ni a la democracia. Un choque de principios se parece a un choque de elementos. El océano defiende al agua, el huracán defiende al viento; el rey defiende a la realeza, y la democracia defiende al pueblo; lo relativo, que es la monarquía, resiste a lo absoluto que es la república; la sociedad sangra bajo este conflicto, pero lo que hoy es su sufrimiento será mañana su salud; y, en cualquier caso, no hay por qué censurar aquí a los que luchan; una de las dos partes evidentemente se engaña; el derecho no está, como el coloso de Rodas, en dos orillas a la vez, con un pie en la república y un pie en la realeza; es indivisible, y todo de un lado; pero los que se engañan, se engañan sinceramente; un ciego no es más culpable que bandido lo es un insurgente de Vandea. No imputemos, pues, más que a la fatalidad de las cosas estas temibles colisiones. Cualesquiera que sean estas tempestades, la irresponsabilidad humana está mezclada en ellas.
Acabemos esta exposición.
El Gobierno de 1830 se enfrentó enseguida con una vida dura. Naciendo ayer, debió combatir hoy.
Apenas instalado, sentía ya por todas partes vagos movimientos de tracción sobre el aparato de julio, tan recientemente colocado y tan poco sólido aún.
La resistencia nació al día siguiente; tal vez incluso había nacido la víspera.
De mes en mes la hostilidad creció, y de sorda se convirtió en hecho patente.
La Revolución de Julio, poco aceptada fuera de Francia por los reyes, lo hemos expresado ya, había sido en Francia interpretada diversamente.
Dios entrega a los hombres voluntades visibles en los acontecimientos, texto oscuro, escrito en una lengua misteriosa. Los hombres hacen enseguida traducciones; traducciones apresuradas, incorrectas, llenas de faltas, de lagunas y de contrasentidos. Muy pocos espíritus comprenden la lengua divina. Los más sagaces, los más tranquilos, los más profundos, descifran lentamente, y cuando llegan con su texto, la tarea está realizada desde hace largo tiempo, hay ya veinte traducciones sobre la plaza pública. De cada traducción nace un partido y de cada contrasentido una facción; y cada partido cree poseer el único texto verdadero, y cada facción cree poseer la luz.
A menudo el mismo poder es una facción.
En las revoluciones hay nadadores a contracorriente; son los viejos partidos.
Para los viejos partidos que se unen a la herencia por la gracia de Dios, y al haber salido las revoluciones del derecho de revuelta, tienen derecho de revuelta contra ellas. Error. Pues en las revoluciones el revoltoso no es el pueblo, es el rey. Revolución es precisamente lo contrario de revuelta. Toda revolución, al ser un cumplimiento normal, contiene en sí su legitimidad, que falsos revolucionarios deshonran a veces, pero que persiste, incluso manchada, que sobrevive, incluso ensangrentada. Las revoluciones salen, no de un accidente, sino de la necesidad. Una revolución es el regreso de lo ficticio a lo real. Es porque es preciso que sea.
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Los Miserables IV: El idilio de la calle Plumet...
Ficción históricaEn esta cuarta parte, aparecida el 30 de junio de 1862, encontramos a Jean Valjean viviendo con Cosette en la calle Plumet. Mientras Marius sueña e intenta localizar a su esquivo ángel, una revolución se prepara en las calles de París...