Adrien conducía fatal. Tanto si estábamos parados como si avanzábamos, no dejábamos de pegar botes. Yo iba volando contra el cinturón de seguridad de su Toyota con cada frenazo, y la nuca me salía despedida hacia atrás cada vez que daba gas. Debería haber estado nerviosa —iba en el coche de un extraño, camino de su casa, y era perfectamente consciente de que mis pulmones de mierda no iban a permitirme grandes esfuerzos para evitar que se propasara—, pero conducía tan absolutamente mal que no podía pensar en otra cosa.
Avanzamos unos dos kilómetros en silencio hasta que Adrien me dijo:
—Suspendí tres veces el carnet de conducir.
—Ni que lo jures.
Se rió y sacudió la cabeza.
—Bueno, no tengo sensibilidad en la puta pierna ortopédica y no pillo el truco de conducir solo con la izquierda. Mis médicos dicen que la mayoría de los amputados pueden conducir sin problemas, pero… ya ves. Yo no. En fin, lo he conseguido a la cuarta, y es lo que hay.
Medio kilómetro más allá un semáforo se puso en rojo. Adrien pegó un frenazo que me lanzó contra el triangular abrazo del cinturón de seguridad.
—Perdona. Te juro por Dios que estoy intentando conducir suave. Bueno, cuando terminé el examen estaba convencido de que había vuelto a suspender, pero el examinador me dijo: «Conduces mal, pero técnicamente no es peligroso».
—No estoy tan segura —le contesté—. Me temo que fue un premio de consolación por tener cáncer.
A los chicos con cáncer suelen ofrecerles pequeñas cosas que no les dan a los demás, como pelotas de baloncesto firmadas por deportistas famosos, bonos para entregar tarde los deberes, carnets de conducir sin saber conducir, etcétera.
—Claro —me dijo.
El semáforo cambió a verde. Me preparé. Adrien pisó el acelerador.
—¿Sabes que hay mandos de mano para las personas qué no pueden utilizar los pies? —le pregunté.
—Sí —me contestó—. Quizá algún día los ponga.
Suspiró de una manera que hizo que me preguntara si realmente creía que llegaría a ese día. Sabía que en muchos casos el osteosarcoma podía curarse, pero…
Hay varias maneras de descubrir las expectativas de supervivencia de alguien sin necesidad de preguntárselo directamente, y yo recurrí a la clásica.
—¿Vas al instituto?
Los padres suelen sacarte de la escuela en cuanto piensan que vas a palmarla.
—Sí —me contestó—. Voy al North Central, aunque un año atrasado. Estoy en segundo de bachillerato. ¿Y tú?
Pensé en mentir. Al fin y al cabo, a nadie le gustan los cadáveres. Pero al final le dije la verdad.
—No. Mis padres me sacaron de la escuela hace tres años.
—¿Tres años? —me preguntó sorprendido.
Expliqué a Adrien los principales episodios de mi milagro: me diagnosticaron estadio IV de cáncer de tiroides cuando tenía trece años. (No le dije que me lo diagnosticaron tres meses después de que me viniera la regla por primera vez, en plan: «¡Felicidades! Ya eres mujer. Ahora, muérete»). Nos dijeron que era incurable.
Pasé por una operación llamada «disección radical de cuello», y que es tan agradable como su nombre. Después por radiaciones. A continuación probaron la quimio para mis pulmones. Los tumores disminuyeron, pero luego volvieron a crecer. Por entonces tenía catorce años. Se me empezaron a llenar los pulmones de líquido. Parecía un cadáver, con las manos y los pies hinchados, la piel agrietada y los labios siempre morados. Hay un medicamento que hace que no te asuste tanto el hecho de no poder respirar, y a través de una cánula me llenaban las venas de ese medicamento y de un montón más. Aun así, ahogarse es bastante desagradable, especialmente cuando sucede durante meses. Al final acabé en la UCI con neumonía, y mi madre se arrodilló junto a mi cama y me dijo: «¿Estás preparada, cariño?», y yo le contesté que estaba preparada, y mi padre no dejaba de repetirme que me quería, y no se le entrecortaba demasiado la voz porque la tenía ya entrecortada del todo, y yo le repetía que también lo quería, y todos se cogían de la mano, y yo no podía respirar, mis pulmones no aguantaban más, se ahogaban, me sacaban de la cama intentando encontrar una posición que les permitiera coger aire, y su desesperación me avergonzaba, me enfurecía que no lo dejaran correr de una vez, y recuerdo a mi madre diciéndome que todo iba bien, que no pasaba nada, que no me pasaría nada, y mi padre hacía tantos esfuerzos por no llorar que cuando lo hacía, y lo hacía a menudo, parecía un terremoto. Y recuerdo que no quería estar despierta.
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Nefertari
RandomNefertari Merienmut es una adolecente de dieciséis años que tiene cáncer terminal. Ella sabe que esta muriendo ya que pasa su vida pegada a un tanque de oxígeno y sometida a constantes tratamiento, lo que la lleva a entrar a una depresión. Para cons...