capítulo 10

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Solo podíamos llevar una maleta. Yo no podía cargar con la mía, y mi madre insistió en que no podía llevar dos, así que tuvimos que repartir el espacio de la maleta negra que les regalaron a mis padres por su boda hace mil años, una maleta que se suponía que iba a pasarse la vida viajando a lugares exóticos, pero que acabó yendo y viniendo a Dayton, donde la empresa Morris Property tenía una sede a la que solía ir mi padre.

Discutí con mi madre porque yo creía que debía disponer de algo más de la mitad de la maleta, ya que, para empezar, sin mí y sin mi cáncer nunca habríamos ido a Amsterdam. Mi madre replicó que como era el doble de gorda que yo, y por lo tanto necesitaba más cantidad de tela para cubrir sus vergüenzas, merecía como mínimo dos terceras partes de la maleta.

Al final perdimos las dos. Suele pasar.

Aunque nuestro vuelo salía a las doce del mediodía, mi madre me despertó a las cinco y media de la mañana. Encendió la luz y gritó «¡AMSTERDAM!». Se pasó la mañana corriendo de un lado a otro, asegurándose de que llevábamos adaptadores internacionales para los enchufes, comprobando setenta veces que teníamos suficientes bombonas de oxígeno, que estaban llenas, etcétera, mientras yo salía de la cama y me vestía con la ropa que había elegido para el viaje (unos vaqueros, un top rosa y una chaqueta negra por si hacía frío en el avión).

Hacia las seis y cuarto habíamos metido ya la maleta en el coche, de modo que mi madre insistió en que desayunáramos con mi padre, pese a que me negaba por principio a comer antes de que hubiera amanecido. No era una campesina rusa del siglo XIX que tenía que coger fuerzas para una dura jornada en el campo. Aun así, intenté tragarme un par de huevos mientras mi padre y mi madre disfrutaban de unas versiones caseras del McMuffin de McDonald’s, que tanto les gustaba.

—¿Por qué la comida del desayuno es comida para el desayuno? —les pregunté—. ¿Por qué no podemos desayunar un curry?

—Nefertari, come.

—Pero ¿por qué? —pregunté—. Lo digo en serio. ¿Por qué los huevos revueltos se limitan exclusivamente al desayuno? Te haces un bocadillo de beicon y no pasa nada, pero en cuanto el bocadillo lleva huevo, zas, es un desayuno.

—Cuando vuelvas, tomaremos el desayuno en la cena, ¿de acuerdo? —me contestó mi padre con la boca llena.

—No quiero tomar el desayuno en la cena —le contesté dejando los cubiertos en mi plato, que estaba casi lleno—. Lo que quiero es comer huevos revueltos para cenar sin esa ridícula idea de que una comida que incluye huevos revueltos es un desayuno, aunque te lo comas para cenar.

—Vas a tener que elegir tus batallas en la vida, Nefertari—me dijo mi madre—. Pero si este es el objetivo por el que quieres luchar, estaremos contigo.

—Bueno, algo detrás de ti —añadió mi padre.

Mi madre se rió.

Sabía que era una tontería, pero lo de los huevos revueltos no me parecía bien.

Cuando acabaron de comer, mi padre fregó los platos y nos acompañó al coche. Por supuesto, empezó a llorar y me besó en la mejilla con la cara mojada y sin afeitar.

—Te quiero. Estoy muy orgulloso de ti —me susurró apretando la nariz contra mi pómulo.

(«¿Por qué?», me pregunté).

—Gracias, papá.

—Nos vemos dentro de unos días, ¿vale, cariño? Te quiero mucho.

—Yo también te quiero, papá. —Sonreí—. Y son solo tres días.

Le dije adiós con la mano mientras salíamos del camino marcha atrás. Él se despedía también con la mano y lloraba. Se me pasó por la cabeza la idea de que seguramente estaba pensando que quizá no volvería a verme, cosa que seguramente pensaba cada mañana cuando se iba a trabajar, cosa que seguramente era una mierda.

NefertariWhere stories live. Discover now