Capítulo 16

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Un día típico con el Adrien de la última etapa.

Pasé por su casa hacia las doce del mediodía, cuando ya había desayunado y había vomitado el desayuno. Estaba esperándome en la puerta, sentado en su silla de ruedas. Ya no era el chico guapo y musculoso que me miraba fijamente en el grupo de apoyo, pero seguía esbozando medias sonrisas, seguía fumando sin encender el cigarrillo, y sus ojos azules brillaban llenos de vida.

Comimos con sus padres en la mesa del comedor. Sándwiches de mantequilla de cacahuete y jalea, y espárragos de la noche anterior. Gus no comió. Le pregunté cómo se encontraba.

—Muy bien —me contestó—. ¿Y tú?

—Bien. ¿Qué hiciste anoche?

—Dormí un montón. Quiero escribirte la segunda parte del libro, Nefertari Merienmut, pero estoy siempre supercansado.

—Puedes contármela —le dije.

—Bueno, mantengo mi anterior análisis sobre el Tulipán Holandés. No es un farsante, pero tampoco tan rico como daba a entender.

—¿Y qué pasa con la madre de Anna?

—Todavía no lo tengo claro. Paciencia, saltamontes.

Adrien sonrió. Sus padres lo miraban en silencio, sin apartar la vista, como si quisieran disfrutar del Show de Adrien mientras estuviera en la ciudad.

—A veces sueño con escribir mis memorias. Sería lo ideal para que el público que me adora me recordara.

—¿Para qué necesitas un público que te adore teniéndome a mí? —le pregunté.

—Nefertari Merienmut, cuando se es tan encantador y atractivo como yo, no es difícil camelarte a la gente que conoces. Pero conseguir que te quieran extraños… Ese es el punto.

Puse los ojos en blanco.

Después de comer salimos al patio. Todavía podía desplazarse solo en la silla de ruedas y levantar ligeramente las ruedecillas delanteras para subir el pequeño peldaño de la puerta. A pesar de todo, seguía atlético, mantenía el equilibrio, y ni siquiera la gran cantidad de narcóticos podía anular del todo sus rápidos reflejos.

Sus padres se quedaron dentro, pero, cuando eché un vistazo hacia el comedor, vi que no dejaban de mirarnos.

Nos sentamos y nos quedamos en silencio un minuto.

—Algunas veces me gustaría tener los columpios —me dijo por fin Adrien.

—¿Los de mi patio?

—Sí. Tengo tanta nostalgia que puedo echar de menos un columpio en el que nunca he sentado el culo.

—La nostalgia es un efecto colateral del cáncer —le dije.

—Qué va. La nostalgia es un efecto colateral de estar muriéndose —me contestó.

El viento soplaba por encima de nuestras cabezas, y las sombras de las ramas se movían sobre nuestra piel. Adrien me apretó la mano.

—Me gusta esta vida, Nefertari Merienmut.

Entramos cuando tuvo que administrarse la medicación, que le metían junto con líquido nutritivo por un tubo-G, un trozo de plástico que se introducía en su barriga. Se quedó un rato tranquilo, como ausente. Su madre quería que echara una siesta, pero él empezó a sacudir la cabeza en cuanto se lo propuso, así que dejamos que se quedara un rato medio dormido en la silla.

Sus padres vieron un viejo vídeo de Gus con sus hermanas. Ellas tenían más o menos mi edad, y Adrien unos cinco años. Jugaban al baloncesto delante de otra casa, y aunque Adrien era muy pequeño, driblaba como si hubiera nacido con ese don y corría alrededor de sus hermanas, que se reían. Era la primera vez que lo veía jugando al baloncesto.

—Era bueno —dije.

—Tendrías que haberlo visto en el instituto —comentó su padre—. El primer año ya empezó en el primer equipo.

—¿Puedo bajar a mi habitación? —murmuró Adrien.

Sus padres bajaron la silla de ruedas con Adrien sentado en ella, dando grandes botes que habrían sido peligrosos si el peligro no hubiera dejado de ser importante, y después nos dejaron solos. Se metió en la cama, y yo me tumbé con él debajo del edredón, él boca arriba y yo de lado, con la cabeza apoyada en su hombro huesudo, su calor traspasando la camiseta y llegando a mi piel, mis pies enredados con su pie real y mi mano en su mejilla.

Cuando tuve su cara tan pegada a mi nariz que solo le veía los ojos, nunca habría dicho que estaba enfermo. Nos besamos, luego nos quedamos tumbados escuchando el álbum de The Hectic Glow que lleva su mismo nombre, y al final nos quedamos dormidos así, como un entrelazamiento cuántico de tubos y cuerpos.

Cuando nos despertamos, preparamos un ejército de cojines para sentarnos cómodamente contra el cabezal de la cama y jugar a Contrainsurgencia 2: El precio del amanecer. Yo era malísima, por supuesto, pero mi torpeza era útil para él, porque así le resultaba más sencillo tener una muerte hermosa, colocarse de un salto ante la bala de un francotirador y sacrificarse por mí o matar a un centinela que estaba a punto de dispararme. Le encantaba salvarme. Gritaba: «¡Hoy no vas a matar a mi novia, terrorista internacional de dudosa nacionalidad!».

Se me pasó por la cabeza fingir que me atragantaba o algo así para que pudiera hacerme la maniobra de Heimlich. Quizá así se libraría del miedo a haber vivido su vida, y haberla perdido, sin una buena causa. Pero luego pensé que quizá no le quedaba fuerza suficiente para hacerme la maniobra, y eso me obligaría a confesar que había sido una treta, con la consiguiente humillación para los dos.

Es jodidamente duro no perder la dignidad cuando el amanecer brilla en tus ojos, que se pierden, y en eso pensaba mientras perseguíamos a los malos entre las ruinas de una ciudad inexistente.

Al final bajó su padre, que trasladó a Adrien al piso de arriba, y en la entrada, debajo de un estímulo que me decía que los amigos son para siempre, me arrodillé para darle un beso de buenas noches. Volví a casa a cenar con mis padres y dejé a Adrien comiendo (y vomitando) su cena.

Vi la tele un rato y me fui a dormir.

Me desperté.

Hacia las doce del mediodía volví a empezar.

NefertariWhere stories live. Discover now