Capítulo 22

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Cuando llegamos, me senté al fondo de la sala de visita, una pequeña habitación de paredes de piedra a un lado del santuario de la iglesia del corazón de Jesús literal. Había unas ochenta sillas en la sala, llena en dos terceras partes, pero que parecía una tercera parte vacía.

Observé un rato a la gente que se acercaba al ataúd, que estaba sobre una especie de carro cubierto con un mantel violeta. Todas aquellas personas a las que nunca había visto antes se arrodillaban junto a él o se quedaban de pie a un lado y lo miraban un instante, quizá lloraban, quizá decían algo, y luego todas ellas tocaban el ataúd en lugar de tocarlo a él, porque nadie quiere tocar a un muerto.

Los padres de Adrien estaban de pie junto al ataúd, abrazando a todos a medida que pasaban, pero, cuando me vieron, sonrieron y se acercaron a mí. Me levanté y abracé primero a su padre y después a su madre, que me presionó muy fuerte, como solía hacer Adrien, y me aplastó los omóplatos. Los dos parecían muy viejos, con los ojos hundidos y la piel de sus agotados rostros flácida. También ellos habían llegado a la meta de una carrera de vallas.

—Te quería mucho —me dijo la madre de Adrien—. De verdad. No era… No era un amor adolescente ni nada de eso —añadió, como si yo no lo supiera.

—A vosotros también os quería mucho —contesté en voz baja.

Es difícil de explicar, pero sentía que hablar con ellos era como dar una puñalada y recibirla.

—Lo siento —añadí.

Luego sus padres se pusieron a hablar con los míos, una conversación llena de movimientos de cabeza y labios apretados. Miré hacia el ataúd y vi que no había nadie, así que decidí acercarme. Me saqué el tubo de oxígeno de la nariz, lo alcé por encima de mi cabeza y se lo pasé a mi padre. Quería que estuviéramos él y yo solos. Cogí el bolso y me dirigí al improvisado altar, entre las filas de sillas.

El camino se me hizo largo, pero decía a mis pulmones que se callaran, que eran fuertes y que podían. Al acercarme, lo vi. Le habían colocado el pelo hacia la izquierda, un peinado que a él le habría parecido absolutamente espantoso, y tenía la cara como plastificada. Pero seguía siendo Gus. Mi larguirucho y guapo Adeien.

Habría querido ponerme el vestido negro que me había comprado para la fiesta de mi decimoquinto cumpleaños, mi vestido de muerta, pero ya no me cabía, así que me puse un sencillo vestido negro hasta las rodillas. Adrien llevaba el mismo traje de solapas estrechas que se había puesto para ir al Oranjee.

Mientras me arrodillaba me di cuenta de que le habían cerrado los ojos —por supuesto— y que nunca volvería a ver sus ojos azules.

—Te quiero en presente —susurré, y poniéndole la mano en el pecho le dije—: Está bien, Adrien. Está bien. De verdad. Está bien, ¿me oyes?

No tenía —ni tengo— la menor confianza en que me oyera. Me incliné y lo besé en la mejilla.

—Bien —añadí—. Bien.

De pronto fui consciente de que había mucha gente mirándonos, de que la última vez que tanta gente nos había visto besándonos había sido en la casa de Ana Frank. Aunque, hablando con propiedad, ya no había un nosotros al que mirar. Solo un yo.

Abrí el bolso, metí la mano y saqué un paquete de Camel Lights. En un movimiento rápido que esperaba que nadie notara, lo camuflé entre su costado y el forro de fieltro plateado del ataúd.

—Estos puedes encenderlos —le susurré—. No me importa.

Mientras hablaba con él, mis padres se desplazaron hasta la segunda fila con la bombona para que no tuviera que andar tanto. Me senté. Mi padre me ofreció un pañuelo, me soné, me pasé los tubos por encima de las orejas y me los metí en la nariz.

NefertariWhere stories live. Discover now