capítulo 11

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En el hotel Filosoof todas las habitaciones tenían el nombre de un filósofo. Mi madre y yo nos instalamos en la Kierkegaard, en la planta baja, y Adrien en la Heidegger, en el piso de arriba. Nuestra habitación era pequeña: una cama doble pegada a la pared con mi BiPAP, un concentrador de oxígeno y una decena de bombonas recargables a los pies de la cama. Más allá del equipamiento médico había una vieja y polvorienta butaca con el asiento hundido, una mesa y un estante encima de la cama con libros de Soren Kierkegaard. En la mesa encontramos una cesta de mimbre llena de regalos de los genios: unos zuecos, una camiseta naranja de Holanda, chocolate y algunas otras delicias.

El Filosoof estaba justo al lado del Vondelpark, el parque más famoso de Amsterdam. Mi madre quería ir a dar un paseo, pero yo estaba supercansada, así que encendió el BiPAP y me colocó la mascarilla. Aunque odiaba hablar con aquel cacharro en la boca, le dije:

—Vete al parque y ya te llamaré cuando me despierte.

—De acuerdo —me contestó—. Que duermas bien, cariño.

Pero cuando me desperté, unas horas después, mi madre estaba sentada en la vieja butaca del rincón, leyendo una guía.

—Buenos días —le dije.

—Más bien buenas tardes —me contestó levantándose con un suspiro.

Se acercó a la cama, metió una bombona en el carrito y la conectó mientras yo apagaba el BiPAP y me colocaba los tubos en la nariz. La reguló para que expulsara dos litros y medio por minuto —tendría que cambiarla seis horas después— y me levanté.

—¿Cómo te encuentras? —me preguntó.

—Bien —le dije—. Muy bien. ¿Qué tal el Vondelpark?

—No he ido —me contestó—, pero he leído todo lo que dice de él la guía.

—Mamá, no tenías que quedarte.

—Ya lo sé —me dijo encogiéndose de hombros—, pero he querido quedarme. Me gusta verte dormir.

—Dijo el voyeur.

Aunque se rió, seguí sintiéndome mal.

—Solo quiero que te diviertas, ¿sabes? —le dije.

—Vale. Me divertiré esta noche, ¿de acuerdo? Iré a hacer locuras de madre mientras Augustus y tú vais a cenar.

—¿Sin ti? —le pregunté.

—Sí, sin mí. Tenéis mesa reservada en un restaurante que se llama Oranjee —me explicó—. Lo ha organizado la asistente del señor Van Houten. Está en el barrio de Jordaan. Muy lujoso, por lo que dice la guía. En la esquina hay una estación de tranvía. Augustus sabe cómo ir. Podréis comer al aire libre y ver pasar los barcos. Será muy bonito. Muy romántico.

—Mamá.

—Es un simple comentario —me dijo—. Tendrás que arreglarte. ¿El vestido sin mangas, quizá?

La situación era de locura: una madre deja suelta a su hija de dieciséis años con un chico de diecisiete en una ciudad extranjera famosa por su permisividad. Pero también esto era un efecto colateral de morirse. No podía correr, ni bailar, ni comer alimentos ricos en nitrógeno, pero en la ciudad de la libertad estaba entre las chicas más liberadas.

Me puse el vestido sin mangas —estampado azul y por encima de la rodilla, de Forever 21— con leotardos y manoletinas, porque me gustaba ser mucho más baja que Adrien. Fui al diminuto cuarto de baño y luché contra mi pelo hasta que conseguí parecerme a la Natalie Portman de mediados de 2000. A las seis en punto de la tarde (las doce del mediodía en mi ciudad) llamaron a la puerta.

NefertariWhere stories live. Discover now