Prólogo: El paseo de la princesa

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Aún cegada, notaba la respiración de las bestias alrededor

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Aún cegada, notaba la respiración de las bestias alrededor.

Los temblores de sus hombros y sus piernas, el vello erizado en sus brazos, no eran solamente por el clima. El verano se estaba acercando, sin embargo, hacía frío. Esa noche primaveral cerca de la costa de Maine había dejado un ambiente húmedo, y la hierba estaba perlada de gotas de rocío, coronadas por la luz lunar. Ella estaba helada, y tenía miedo.

Volvió a caminar por las briznas mojadas, sintiendo el roce de sus deportivas, la fricción de la suela en el manto verde. Lo sentía más intensamente. También podía oírlo con claridad, cómo sus zapatillas lamían el suelo con cada paso corto que daba, su chaqueta frotándose con sus brazos. Oía los demás pies a su alrededor. Al menos seis más. Sus respiraciones tapadas, atenuadas en sus oídos cubiertos. Sus sentidos se habían agudizado en esos últimos minutos, ¿sería algún tipo de instinto de supervivencia? No había alcanzado a entender bien la mecánica de aquella situación en la que se había visto envuelta sin permiso.

Cuando sintió un tirón en el brazo izquierdo, supo que tenía que moverse a un lado. Quiso resistirse, pero no poder ver nada le arrancaba las ganas de querer rebelarse, podía ser más peligroso. Sus ojos estaban tapados, pero las recordaba perfectamente: Las máscaras de animales.

Salir de la biblioteca tan tarde le traería problemas, le habían dicho antes, y ese día fue la prueba que necesitaba. Al dejar el edificio atrás, tres personas con las manos cruzadas sobre el regazo custodiaban el camino. Tres hombres con máscaras, tres animales: zorro, gato, conejo. La vigilaban en silencio, sin permitirle el paso. Ella pensó en aquella historia donde niños con máscaras de animales acudían a un cementerio donde, al enterrar sus mascotas, tenían la esperanza de volver a verlas con vida. El miedo se atenazó en su vientre al pensarlo, pero cuando todo se tornó negro, las cosas se volvieron mucho peor. «No te preocupes», dijeron las voces, «Has sido elegida». ¿Elegida para qué?

La habían conducido por los jardines desiertos en la noche, tirando de ella. Debía admitir que no estaban siendo bruscos, pero la situación no era, en ningún término, de agradecer. Sus dientes castañetearon mientras la hacían bajar una serie de firmes escalones.

—¿A dónde me lleváis? —preguntó, por primera vez en mucho rato, rompiendo el silencio de la noche a finales de mayo. Oyó algún murmullo tras ella, una ligera risa. Ahí había más de tres personas, pero ninguno se dignaba a responder a sus preguntas, y seguiría sin saber qué querían hacer con ella.

El césped dejó de hacerle cosquillas a sus tobillos descubiertos cuando sus zapatillas mojaron el asfalto. ¿Qué hora sería? Ya era tarde cuando dejó la biblioteca, pero tenía la sensación de que ahora les cubría la madrugada. Sus pies tropezaron consigo mismos, pero nadie permitió que cayese al suelo. Varios brazos la sujetaron y pararon la procesión. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que todos iban a su paso. Nadie se adelantaba o se quedaba atrás. Todos los pies habían frenado cuando ella había tropezado.

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