(Dolor e inceridumbre)

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Zona desconocida del planeta Sadala, año 763.

La tercera década tras la ascensión de Sadala III al trono se había cumplido recientemente, y en la capital se estaba organizando una gigantesca celebración en honor al monarca. Gente reunida en la plaza central mientras compraba comida y aclamaba a su líder con cantos, bailes, espectáculos de todo tipo y cualquier otra expresión artística...

No obstante lejos, muy lejos de ahí, un escenario diametralmente opuesto se desarrollaba, una lucha encarnizada y sangre derramándose en medio de las extensas zonas llenas de tierra que las convertía en genuinos campos de lodo rojizo, ambiente que propició también las constantes epidemias de diversas enfermedades, entre ellas la conocida e igualmente temida fiebre violeta. Passat era el nombre que recibían aquellas tierras separadas de la capital gracias al extenso mar del planeta, un continente se le podría llamar.

Las nobles familias que antiguamente gobernaban con puño de hierro habían caído, y los bandos anteriormente unidos por un objetivo común ahora se encontraban en completa enemistad y una nueva guerra se desató. Debido a esto, los altos rangos militares de ambas facciones habían ordenado el reclutamiento forzoso de cuanto hombre o mujer pudiesen encontrar antes de que el bando contrario lo hiciese primero.

Dichos reclutamientos a menudo eran violentos, culminando muchas veces en el secuestro o incluso la muerte de aquellos que osaran negarse o intentaran escapar. Lamentablemente, para las mujeres de la orgullosa raza guerrera lo suficientemente desdichadas de tener hijos sin la edad suficiente para luchar, les esperaba ver como sus pequeños se les eran arrebatados de sus brazos para después verles morir trágicamente justo frente a sus ojos.

Una de esas mujeres, sin embargo, había logrado extender la vida de su pequeña recién nacida gracias al apoyo de su marido, quien había decidido distraer a los soldados para permitir el escape de ambas.

La mencionada de cabellera alborotada, carácter fuerte, habilidades prodigiosas, una digna y orgullosa guerrera; ahora se veía en la obligación de huir con todas las fuerzas que aún conservaba tras haber parido apenas tres días atrás. Con su pequeña hija en brazos buscaba llegar a algún lugar seguro donde pudiese dejarla porque conocía los modos de esos ejércitos y sabía que, una vez acabaran con la vida de su esposo, no se detendrían hasta encontrarlas.

Tras media hora corriendo en medio del seco clima la mujer colapsó frente a una gigantesca puerta y tomó el anillo dorado de esta, usándolo para golpear la madera con fuerza implorando que se le abriera.

-¡Alguien! ¡Por favor ayúdenme! ¡Ellos quieren matarla, quieren matar a mi niña! -Gritó al punto de casi quedarse sin voz, recibiendo nula respuesta y haciendo que su desesperación aumentase. -¡Por favor, necesito ayuda!

El bebé, de cabellera incluso más alborotada que la de su progenitora, comenzó a llorar escandalosamente y en consecuencia una de las mujeres que se resguardaban dentro de la edificación sintió que su corazón se estrujaba con cada súplica que la mujer pronunciaba.

-Señora, tal vez deberíamos ayudarla... -Le comentó a su superior, una mujer mayor cuya edad se mantenía en incógnito gracias a la peculiar característica de su raza al mantener una juventud muchísimo más larga que la de especies semejantes a esta. Ella, por supuesto, negó la petición de la más joven. -Esa mujer viene del pueblo vecino, seguro ellos la están siguiendo.

La joven de cabellera lacia (un rasgo no muy común entre los saiyajin) no pudo ocultar su mueca de horror ante las órdenes de su superior, pero no podía hacer nada sin poner en riesgo a todos los demás refugiados que se encontraban escondidos en el edificio.

En vista de que suplicar no estaba funcionando, la mujer dejó el pequeño manojo de mantas en el que se encontraba envuelta su hija justo frente a la puerta y comenzó a alejarse; si los soldados iban a encontrar a alguien era preferible que fuera ella y no su bebé. Antes de alejarse por completo, le dio un beso en la frente por última vez, sintiendo su delicada piel y ese dulce aroma que desprendía; el cual se mezcló con algunas lágrimas que había comenzado a derramar.

A cada bandido hay un soldadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora