Herencia

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—Madre —llamó a Dolores la pequeña Marina—, ¿quién es él? —la niña miraba fijo un cuadro pintado por el asistente y mejor creación de su madre: Kloe, el androide.

—Ah, es Jonathan Moon —respondió desinteresada la mujer, ella acomodaba sus abundantes rizos anaranjados en una coleta alta que los resaltaba y, al mismo tiempo, daba mayor profundidad a sus enormes ojos verdes. Dolores Lancaster nunca se tapaba las pecas, era hermosa no porque representara una belleza generalizada y estereotipada, sino porque ella misma estaba convencida de que lo era, caminaba como una modelo, gritaba elegancia y alta costura así no llevara más que unos jeans con zapatillas deportivas, mantenía el mentón en alto y no le importaba ser pecosa y con las manos huesudas, tampoco tener estrías marcadas entre rojas y violáceas por lo pálido de su piel, para ella, representaban la mayor capacidad en la evolución de la mujer: el poder de crear vida. Sin embargo, la magnificente Dolores Lancaster, se moría lento y dolorosamente, estaba condenada, no había nada que hacer por un cáncer tan avanzado y extendido como el suyo.

—¿El niño a quien tú y papá le pagan la escuela? —la pequeña Marina tenía apenas 11 años de edad, notaba muchas cosas, pero no quería incomodar a su madre, no quería que sintiera que le tenía lástima, porque, aun siendo tan pequeña, sabía que eso sería una patada a su orgullo.

—No le pagamos.

—¿Préstamo? —Marina se preguntó en muchas ocasiones el por qué sus padres ponían tantos recursos en aquel chico de orfanato, es decir, ¿por qué él en especial? ¿Por qué su madre lo invitaba a pasar días en su casa, le había preparado una habitación e incluso tenía cuadros con él? Era extraño, ¿caridad y buena voluntad, tal vez?

—Verás hija mía, ese chico es muy listo, algún día trabajara para nosotros y nos hará ganar en grande, así que tampoco es un préstamo, yo lo llamaría una inversión —la señora, miró en los ojos de la pequeña su reflejo, eran en físico: idénticas; sintió tristeza inmediata al pensar en que pronto dejaría a su pequeño capullo sola. Toda madre con hijas sabe que tener la responsabilidad de mantener a una mujer en el mundo no es tarea fácil y no había nada que Dolores quisiera más que ayudarla a convertirse en alguien fuerte, pero no podría, solo pensarlo la hacía culparse por no realizarse chequeos periódicos, por no hablar cuándo comenzó sentir malestares.

—Cuéntame más, madre, ¿cómo reconoces que alguien es así de bueno? —Marinita sintió curiosidad ante lo dicho por su madre y supuso que se debía ser en extremo listo para que resultara tan evidente que de mayor serías exitoso. Ella ya había visto a Jonathan, una ocasión, por accidente, un día que tuvo que volver de pasada a su casa en fin de semana ­­­­­–pues esos días ella y Diego se iban con su padre– por unas raquetas ya que jugarían al tenis, lo vio recitar poemas para su madre, él no la vio a ella, pero a la niña le pareció un chiquillo bien parecido, uno con aplomo al leer y con el cabello curioso, lo que pedía a su madre, no era más que una excusa para hablar de su primer amor a primera vista.

En eso, entró corriendo el más pequeño de la familia: Diego, con un avión de juguete en mano y descalzo. Era un niño feliz e hiperactivo, un angelito a vista de sus padres y hermana; por la corta edad, su cabello aún parecía rubio, fue más tarde cuando tomó su tono castaño claro permanente, sus ojos eran de un marrón rojizo, ámbar, las pestañas enormes, tanto, que se la pasaba tallándose los ojos y quejándose de lo mucho que le estorbaban, un niño bien comido y hasta un poco regordete, de una buena manera, porque nunca había probado el azúcar en su vida, siendo exactos, no la probó hasta muchos años después.

—¿De qué hablan mami? —preguntó sentándose en su regazo a duras penas, impulsándose con las manos en las rodillas de su madre, pero sin querer soltar su avión.

Conciencias: ¿Más cerca de la utopía?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora