Capítulo 6 "El entierro"

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A la mañana siguiente el sepelio de Don Leopoldo de la Garza era una procesión de lágrimas y tristeza, una pena inconsolable que se respiraba en el aire y se palpaba en el rostro de aquellos hombres, mujeres y niños, que sin comprender que la vida se apaga alguna vez por capricho del destino, escuchaban con compasión decir a sus padres:

Se fue un gran hombre, don Leopoldo nos va hacer mucha falta.

Al pie del canino y frente al féretro lo coronaban un par de monaguillos dirigidos por un sacerdote mayor: Le habían mandado decorar una carreta con flores para evitar retardar con su peso el camino de las personas bajo el ardiente sol y el suelo fangoso, aunque su tía Francisca había preferido un entierro más tradicional, fue prudente hacer mas rápido el camino al cementerio. El pueblo entero estaba allí, aunque no se sabe con exactitud la cantidad que lo acompañaba si se puede decir que aquel pueblo sumaba más de ochenta familias, mas los amigos de los alrededores que se unieron a la pena. Aquella larga caravana seguía su féretro a lo largo y ancho hacia el sur del pueblo, abriéndole pasó al cielo entre incienso y canticos llenos de melancolía y desilusión, le acompañaban con ferviente amor entre flores y una banda de música regional que se habría paso al descanso de los rezos y oraciones.

Los rezos se fundían con el murmullo suave del viento, mientras a ratos la música de banda sonaba con estruendo, perdiendo su fuerza, allá... en el eco profundo del bosque, donde las faldas de los cerros se extendían derramados como tersas holas inertes bajo la espesa maleza que carga la primavera de romanticismo, bañando los montes verdes y el conjunto salvaje de la naturaleza de escalofríos y tristes recuerdos.

Un hombre algo oriundo de botas y sombrero expreso con complacencia:

—¡Lo están enterrando Patrón!

Otro más joven, alto, moreno de barba espesa y con la mirada de una águila herida asintió con cierta amargura:

— Pensé que este día nunca llegaría...

El cementerio se encontraba a orillas del pueblo, rumbo al sur, en su entrada había un portón de hierro solido con la imagen forjada de la vigen de Santa Ana, parecía un lugar místico y celestial, su suelo era verde y lejos de provocar desesperanza causaba una sensación de paz y anhelo por habitar campo santo. El ataúd de don Leopoldo de la Garza Martínez se llenó de flores, coronas blancas y un perfume muy peculiar: el de la muerte revestida con indiferencia, pues para la muerte no importa si haces falta, si no a quien ella necesita para que el futuro siga su destino.

Aquel pueblo había perdido un pilar de más de tres décadas de buena fortuna y estabilidad emocional, y no había ángel que se los devolviese o les diera consuelo alguno. Eso y más se significaba para todos aquellos pueblerinos la vida y muerte de aquel hombre que para Dalila solo era un triste recuerdo de su añorada infancia, perdida.

Entre puños de tierra y pétalos apenas podía verse ya la fina corteza de aquel ataúd en la profundidad del final de su existencia. A si era despedido don Leopoldo de la Garza Martínez: por un pueblo que lo amaba, un pueblo que no encontraría consuelo para su partida y que había de extrañarle sin duda alguna.

Don Leopoldo de la Garza Martínez había sido un hombre muy generoso he inteligente. A pesar de su carácter reacio y controlador de sus asuntos, tenía el don de la humildad y nunca se sintió por encima de nadie. Había trabajado duro para amasar una gran fortuna y se habia sentido orgulloso de ello, pues fue astuto y hábil para los negocios, le gustaba arriesgarse en ellos tanto como con las personas, siempre estaba seguro de pisar firme por que tenía el don de la fe, aunque la fe lo traiciono cuando más confío en ella.

Con su fortuna siempre fue justo con los más necesitados, y siempre atendió al auxilio de los más desvalidos. Sus trabajadores, su gente como decía él, lo respetaban, el pueblo entero le tenía ley, no había montaña que callera sobre eso y lo borrase tan fácil mente.

Flor Sin NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora